Una mujer se dispone a desalojar un pensamiento
carnoso, prenderlo en la planicie de la hoja blanca, virginal que la pretende. Melena
castaña de puntas abiertas, los ojos verdes, ojeras en el alma que nunca nunca le
duerme.
La trastienda de ella. Envuelta en libros. Bunker
de papel. Un calendario que aún reza Abril. Descalza. Siente el ventisquero de
impulsos/palabras trepando la arteria a pelo. Se detiene en la estructura
piramidal del pasado y en su contenido, soñarse cada vez más ligero pero
cargando el alud. Intenta la palabra. Una botella vacía de verdejo El perro
verde aguarda en el salón desde anoche. Le encanta su sabor, le encanta la
etiqueta. Y la descripción: embotellado para uvas felices.
Piensa en esta promiscua sensación de amar cada
poema, mientras nace, mientras crece, untarlo de armonía y abandonarlo hasta el
olvido envuelto en una placenta desconocida. Un té verde humeante, en una taza
de Forges con su típica mujer que nunca fue felliniana gruñendo un chiste. Bajo
él un posavasos de Moritz que vino en algún viaje. Una casa de cien años en la que
han nacido y muerto muchos. Una perra amada de hocico frío tirada en el salón
cual alfombra de fiera inerte. El poema quería ser el desahogo del leviatán de
tu ausencia. Matar al monstruo. Volcarlo en Century gothic de tamaño 10, por no
poder morar tu periferia. Un cenicero de cinzano que ya no alberga colillas,
como un cuerpo que ya no está hecho para arder. La llamada de una madre que
interrumpe el instante, arranca una carcajada y un compromiso para mañana. Su
foto en una playa del Este de Inglaterra pegada a la torre del ordenador con un
imán de Banksy. Un tarro de cristal con una libélula a tinta. El jolgorio de
las golondrinas en la terraza. Arrancar el verbo/espina que vive incrustado en
mi clavícula esperando tu boca. El aroma de una vela que arde en el suelo
dibujando un halo de luz en la baldosa rojiza. La guía del digital que suena en el salón como
hilo musical y justo ahora, esa maldita versión de creep que fecunda su cerebro
desde hace tres días. Que estalle el
lenguaje aguacero y no ser la misma al levantarme. Las muñecas apoyadas sobre
el frío cristal de la mesa. Pantalla lienzo que desmaquille de inutilidad el
día. Como una balsa en la tormenta, resurrección tras el atropello. Una ventana pequeña que
arranca un pedazo de cielo y la copa de un almendro. Libros, ropa apilada en un
sofá-cama, zapatos de tacón, amoroso desorden que alberga secreto. Catapulta
para las obsesiones. Tripular la espuma
de ocho mil mares. Indagar nuestra desnudez y bendecir los vértices, las
brújulas y las derivas. Y entonces abandonar, salir de la habitación, cenar
algo, volver a tener frío.