lunes, 28 de septiembre de 2009

Deep in a dream (prólogo)

Sábado, 21 de mayo de 1988
Inglewood, California

Había varios entierros en las onduladas colinas del cementerio de Inglewood Park, en un barrio residencial para negros a las afueras de Los Ángeles. Unos toldos blancos protegían del sol a los asistentes, pero no podían cortar el paso al rugido de los aviones que aterrizaban y despegaban en el cercano aeropuerto internacional de Los Ángeles. En todo el cementerio, el mal olor de los tubos de escape de los reactores tapaba el aroma de la hierba recién segada.
Dos días antes, un vuelo de pasajeros procedente de Holanda había traído el cuerpo ya descompuesto de un trompetista al que se recordaba como uno de los hombres más atractivos de los años cincuenta. Chet Baker había fallecido en Amsterdam el viernes 13, en circunstancias misteriosas pero relacionadas con las drogas. Ahora, tras haber pasado años en Europa, estaba de regreso en el sur de California, donde había conocido por primera vez la gloria, para ser enterrado junto a su padre. Baker, nacido en una granja de Oklahoma, había llenado de fantasías la cabeza de la gente desde el día en que nació. Todo en él estaba abierto a la especulación: su toque cool de trompeta, tan vulnerable pero tan distanciado; su enigmática media sonrisa; la androginia de su dulce voz al cantar; un rostro que era la vez infantil y siniestro. La melodía que surgía de su instrumento había hecho que sus fans italianos llamaran a Baker l’angelo (“el ángel”) y tromba d’oro (“trompeta de oro”). Marc Danval, un escritor belga, dijo que su música era “uno de los lamentos más hermosos del siglo XX”, y lo comparó con Baudelaire, Rilke y Edgar Allan Poe. En Europa, incluso su larga adicción a la heroína actuó a su favor, haciéndole parecer aún más frágil y adorable.

La larga noche de Chet Baker,
Por James Gavin

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