miércoles, 19 de mayo de 2010

Francisco umbral

Parece que el hombre se viene drogando, de una forma u otra, desde la prehistoria, y que también los animales se drogan o estimulan a su manera. Schiller olía manzanas para flipar, Stendhal leía unos párrafos del Código Civil, Artaud tomaba peyote y se rascaba con un puñalito una herida del cráneo, Balzac bebía café continuamente, Baudelaire hizo de las drogas su segunda profesión, o quizá la primera. Verlaine le pegaba al ajenjo, Dylan Thomas a la cerveza, William Borroughs a todo, Cocteau al opio, Poe al alcohol, Plá al picón, Tennessee Williams al martini con seconal, Capote a la vodka, los antiguos a la mandrágora, como excitante sexual, Rubén Darío a los alcoholes apollinerianos, Michaux a las drogas que transforman el sueño, y en este plan. Sólo que la droga, la que sea, pone al genio o al creador a la altura, de sí mismo, le salva de la condición mediocre de los días, en tanto que, para el resto de los consumidores, cualquier droga no es sino pasivizante, evasiva, desestructurante de la personalidad. Hay quien se droga para huir -del vino al LSD- y quien se droga para crear. En este último caso podríamos hablar de la droga como cultura (y de la cultura como droga). El señorito español, tradicionalmente, se desvirgaba con una botella entera de coñac. Hoy lo hace con una sobredosis de material. Pero sigue siendo un señorito bebido o drogado. Nuestra literatura ha sido una literatura de café con leche. El cuerpo suministra sus propios venenos y sus propias drogas al cerebro, mas tendríamos que hacer nuestra la frase del Claudio de Robert Graves: -Dejemos que nos invadan todos los venenos que acechan en el fango.

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