martes, 26 de abril de 2011

Diarios - John Cheever


“He tenido que subirme a una cama del segundo piso para llegar hasta la máquina de escribir. Toda una hazaña. No sé qué se ha hecho de la disciplina o fuerza de carácter que me ha permitido llegar aquí durante tantos años. Pienso en un crepúsculo temprano, anteayer. Mi mujer planta algo en el jardín superior. “Quiero terminar esto antes de que anochezca”, habrá dicho. Cae una llovizna. Recuerdo que he plantado algo a esta hora y en este clima pero no sé qué. Ruibarbo o tomates. Ahora me estoy desvistiendo para acostarme, y la fatiga es tan abrumadora que me desnudo con el apuro propio de un amante. Jamás me había sentido tan cansado. Lo noto durante la cena. Tenemos un invitado a quien debo llevar a la estación, y empiezo a contar las cucharadas que necesitará para terminar el postre. Tiene que terminarse el café, pero afortunadamente ha pedido sólo una taza. Antes de que lo termine, le obligo a ponerse en pie para ir a la estación. Sé que para mí son veintiocho pasos. De la mesa al automóvil y, después de dejarlo en el andén, otros veintiocho pasos del automóvil a mi habitación, donde me quito la ropa, la dejo en el suelo, apago la luz y me dejo caer en la cama”.

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