domingo, 10 de junio de 2012

el gesto brutal del pintor: Francis Bacon, por Milan Kundera




«Era en 1972. Había quedado con una joven en un suburbio de Praga, en un apartamento que nos habían prestado. Dos días antes, durante todo un día, la habían interrogado sobre mí. De modo que ella quería verme a escondidas (temía que la siguieran en todo momento), para decirme qué preguntas le habían hecho y lo que ella había respondido. 

Si por casualidad me interrogaban, mis respuestas debían ser idénticas a las suyas. Era todavía una jovencita que apenas sabía del mundo. El interrogatorio la había trastornado y el miedo, desde hacía tres días, le removía sin cesar las entrañas. Estaba muy pálida y salía constantemente, durante nuestra conversación, para ir al baño — hasta el punto de que el ruido del agua que llenaba la cisterna fue acompañando nuestro encuentro. 

La conocía desde hacía tiempo. Era inteligente, aguda, sabía perfectamente controlar sus emociones e iba siempre tan impecablemente vestida que su traje, al igual que su comportamiento, no permitía entrever la mínima parcela de desnudez. Pero, de pronto, el miedo, como un gran cuchillo, lo había rasgado. Estaba allí ante mí, abierta, como el tronco escindido de una ternera, colgado de un gancho de carnicería. 

El ruido del agua llenando la cisterna en el baño prácticamente no paraba y yo, de repente, tuve ganas de violarla. Sé lo que digo: de violarla, no de hacer el amor con ella. No quería su ternura. Quería ponerle brutalmente la mano en la cara y, en un solo instante, tomarla entera, con todas sus contradicciones tan intolerablemente excitantes: con su traje impecable y con sus entrañas en rebelión, con su sensatez y con su miedo, con su orgullo y con su desdicha. Tenía la impresión de que todas estas contradicciones encerraban su esencia: ese tesoro, esa pepita de oro, ese diamante oculto en las profundidades. Quería poseerla, en un solo segundo, tanto con su mierda como con su alma inefable.
  
Pero veía aquellos ojos que me miraban fijamente, llenos de angustia (dos ojos angustiados en un rostro sensato) y cuanto más angustiados se ponían aquellos ojos, más absurdo, estúpido, escandaloso, incomprensible e imposible de realizar se volvía mi deseo. 

No por desplazado e injustificable aquel deseo era menos real. No sabría renegar de él —y cuando miro los retratos–trípticos de Francis Bacon, es como si me aco dara de aquello. La mirada del pintor se posa sobre el rostro como una mano brutal, intentando apoderarse de su esencia, de ese diamante oculto en las profundidades. Es cierto que no estamos seguros de que las profundidades encierren realmente algo — pero, como quiera que sea, en cada uno de nosotros está ese gesto brutal, ese movimiento de la mano que arruga el rostro del otro, con la esperanza de encontrar, en él o detrás de él, algo que se ha escondido allí.» 


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