Fuimos imperio sin
saberlo. Y fuimos verano. Deshojarnos por dentro entre la fanfarria de las
horas felices y la catarsis de tenernos fue, es y será la más hermosa de las
maneras de inundar de vida el tiempo. Quedarnos con la música de las ciudades
que no es otra cosa que ruido anónimo. Encontrar cada plaza hermosa, arañar
canales, olfatear puertos como perros. Saber que fuimos cuerpos amarrados a
otros cuerpos en noches repletas de vino y viento. Saber que el famélico -dentro
del amor- sonríe porque se decora/devora el alma con todos los abalorios del enajenado,
esos que va encontrando y le llenan de osadía y dulce inconsciencia. En casa
conocemos hasta las piedras. Los desconchados, las buganvillas de las isletas
que siempre podan al florecer en esta isla. Incluso el semáforo averiado. La
casa es un amante que se gasta. Como un libro que leyeras cada noche. Parpadea
la luz del salón en un aviso de muerte. El árbol de jade en la terraza vive su
propio desierto, es un superviviente entre mis manos. Conocemos los caminos, abusamos
de los atajos. Origen. Destino. Fabricando el “durante” relleno de paja, como
cobijo mullido. Nuestros ángulos
imperfectos encajaron maravillosamente, repetiremos como un mantra. Apretaremos
los muslos en busca de ese recuerdo, ese que nunca se aja (porque te juro que
creo en el brillo imposible del amor y en la cándida putrefacción de nuestra carne)(porque te juro que somos territorios que se provocan dolientes/gozosas anemias en las que perpetuarse es un sueño). Se extinguen hasta las estrellas para
hacer más noche. Le crecen decadentes hojas a nuestra historia. Huir de las
hembras luctuosas con sus cálices repletos de bilis. Huir de los hombres
barrocos que traen muros y grietas. Dar caza al remolino que contiene infancia,
calma y agosto. Eyacular rabia para resetear la madrugada que se sirve cruda y
a solas. Extraer del estertor el poema. Inspiración o quirófano, pero algo
que remueva la entraña. Buscarnos con lumbre en mitad de la Nada. Duele tanto haber sido el
velocista que no paladea el instante. Ojalá una bodega repleta de noches añejas como
vinos polvorientos con sus fechas. Descorchar un julio del ochenta y nueve,
remover y airear en la copa un abril del noventa y tres. Con la piel sin pretexto como
bandera.
(Sicaria de la desesperanza, a veces vagué atónita,
curiosa, desarmada, lejana, ligera, ilesa, exhausta e inédita, renacida entre
las ruinas ahora. Por suerte no he aprendido a olvidar ni tampoco a sufrir. La piel se
hiere porque siente, igual que se gime el goce. Porque existo para conocer el
vértigo de tu altura. Mostrarte mis páramos, mis arrecifes, mis glaciares, mis
periferias, mis honduras. Con la semántica del aullido existir, poblar momentos,
con el ayer, con el placer boca abajo para abusar de él, con el mentirse a
diario, con la arritmia de mi deseo, de tu deseo. Sin olvidar eso tan hermoso que existe en mitad del amor y con la vastedad de lo que trae una vida que se está intentando
vivir.)