Ante todo evitar cualquier cálculo.
Ni medir en palmos visuales la altura,
ni hacer cuentas de la vieja para la carrera que te cobre la pena,
ni meter el codo como cuando bañas a una criatura, buscando lo templado.
La habitación cuánto más sofocante, mejor.
El cuerpo y sus azufres y todas las manos dispuestas a remover la tierra,
dispuestas a conquistar la tierra. Quebrar, quemar, subyugar.
Acariciar fuegos. Catar infiernos.
Abrirnos la cabeza y la entraña, sacar del doble fondo lo intocable.
Los pañuelos blancos dejaron de ser románticos tras la
muerte del último poeta tuberculoso.
Imposible rendirse o pedir auxilio si estamos hechos de naufragios, canciones
de the smiths y enloquecidos vuelos de albatros.
De casa traer hecho trizas el pudor y dejarse fuera toda la
poesía y reinas de saba que te habiten.
Ser catástrofe natural. Malinche impúdica que te injerte goce en cada hueco.
Ser cobaya de carne atrincherada entre tus piernas y pintarle las paredes al
sótano de todo desconsuelo como una basquiat febril hasta la intemerata.
Entender el ojo derramado en sal y remarcar el enunciado en los desatados por
dentro.
Fabricar un observatorio en tu espalda para ahorcar una a una las plegarias que
fueron eco.
Lograr ese amor anfibio, todoterreno, esa devastación y ser coronada de vicio
en la cima de cualquier derrota que me deje en blanco. Porque el amor se
infringe. Mírame, tan plebeya y guerrillera, a recorrer cuerpos como si fueran
costa amalfitana.
No abras las ventanas y no te cierres. No abro las ventanas y no me cierro.
Vengo a hacer que tu cuerpo se combe. Vengo a serpentear entre tus cicatrices.
Vengo a caer picado. Con las anillas rotas y las redes en lugares equivocados.
Vengo a buscar abismos, cráteres y al hombre de sí mismo desterrado.
Porque hacer del dolor una pelota de trapo y de cada instante un fin del mundo,
está en nuestras manos.