Quise escribir uno de esos, cotidianos, que sacamos a veces.
De esos de ponerte a mirar alrededor. De los que parimos
once mil al día.
Y empezaba con la señora que me acababa de cruzar
y que se rompió un tobillo delante de mí al salir del bar de
Ady, la rumana,
y llamamos a la ambulancia y tardaba. Y aquel señor que no
está bien -según dicen los que están genial- orinaba en la puerta de Tanit, la
peluquera, mientras tanto. Y la señora del tobillo roto, que iba de luto perenne,
lloraba porque le dolían otras cosas que en el parte médico llamarían tibia,
peroné o astrágalo.
Pero luego, al teclear, se me cruzó el “nuestra raíz está
hablando”, de MSP, y ya me detuve en la magia negra de tu sonrisa y en la
extrema-unción que un buen día vinimos a darnos. Yo, la hija de la inglesa, ya
hice lo que pude por un tobillo roto pero ahora me embiste la rabia atroz como
si una fuga de la carne, tantísimamente sola e inventando palabras. Y anidar en
tu cabeza era la mejor manera de estrellarme. Y prefiero sacar lo cotidiano que
llevo dentro porque eso me sirve a mí aunque quede menos bonito, menos empático
y solidario.
Y teniendo en cuenta eso que acabo de leer, de que tal vez
ni el carbono 14 será capaz de reconstruir los hechos verdaderos, yo sí vengo
con la intención de dejar constancia de la combustión constante de dos terrenos
alejados. Terruños, dirían. Yo traje cepas y buen vino. Otros verdearon,
ondeando sábanas que querían mojarse allende las venas. Las nubes fueron las
mismas y las ganas se encajaron. Y yo, que te rindo tributo al alba de cada día
nuevo que viene a desgastarme, te soy lo cotidiano, el verso tonto de la
servilleta del café que te alegra o te deprime. La rama que te escupe las gotas
de rocío en la ráfaga de viento. La parada de metro que te saltas por andar en
las nubes. El café que se te queda tibio y aún así te gusta. O la boca que te
exprime en mitad de la madrugada. Lo que quieras, quiero. Y fuerte.