martes, 3 de enero de 2012

Americana - Don DeLillo






































" Llegamos entonces al final de otro otoño aburrido y cetrino. Las tiendas lucían bombillas extendidas a lo largo de sus fachadas. Los vendedores de castañas empujaban sus carritos humeantes. Por las tardes, se creaban multitudes inmensas, y el tráfico alcanzaba las proporciones de un maremoto rugiente. Los papanoeles de la Quinta Avenida hacían sonar sus campanillas con peculiar y entristecedora delicadeza, como si estuvieran rociando con sal trozos de carne brutalmente putrefactos. De todos los comercios surgían canciones de propaganda, cánticos y hosannas, y las bandas del Ejército de Salvación proferían los marciales lamentos de trompetas de las antiguas legiones cristianas. Unidos con aquel chasquido de platillos y tambores que parecían sugerir que alguien reprendía a los niños por sus pecados insondables, conformaban un sonido, ajeno a aquel momento y lugar, que parecía irritar a la gente. Pero las muchachas mostraban un aspecto encantador e infatigable, comprando en las tiendas más disparatadas y desplazándose entre aquellas luces parpadeantes y magnéticas como majorettes, altas y rubicundas, sosteniendo relucientes paquetes contra sus tiernos senos. Nada de todo ello entorpecía el sueño del lazarillo del ciego, un pastor alemán. Finalmente llegamos a casa de Quincy. Su mujer nos abrió la puerta. Le presenté a mi acompañante, B.G. Haines, y comencé a contar las personas que había en la estancia. Mientras contaba, percibía de un modo distante que la esposa de Quincy y yo habíamos comenzado a hablar de la India. Tenía la costumbre de contar a los presentes. La cuestión de cuánta gente había en un sitio determinado me parecía importante, quizá porque los informes periódicos sobre catástrofes aéreas y escaramuzas militares siempre subrayaban el número de muertos y desaparecidos; esa precisión es como una chispa de electricidad para las mentes abotargadas. Después de eso, lo más importante es averiguar el grado de hostilidad, algo relativamente sencillo. Todo cuanto hay que hacer es devolver la mirada a las personas que te miran. Una larga ojeada suele bastar para obtener una lectura más o menos precisa. Había treinta y una personas en la estancia, de las que aproximadamente tres o cuatro eran hostiles. "

2 comentarios:

  1. magníficos: texto y foto

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  2. me llamó mucho la atención lo de la hostilidad. quizá porque de alguna manera, me siento muy hostil aunque mis ojos no se atrevan a mostrarlo. un beso

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