sábado, 7 de enero de 2012

Prosas Apátridas - Julio Ramón Ribeyro




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Mi mirada adquiere en privilegiados momentos una intolerable acuidad y mi inteligencia una penetración que me asusta. Todo se convierte para mí en signo, en presagio. Las cosas dejan de ser lo que parecen para convertirse probablemente en lo que son. El amigo con el que converso es un animal doméstico cuyas palabras apenas comprendo; la canción de Monteverdi que escucho, la suma de todas las melodías inventadas hasta ahora; el vaso que tengo en la mano, un objeto que me ofrece, atravesando los siglos, el hombre de la edad de piedra; el automóvil que atraviesa la plaza, el sueño de un guerrero sumerio; y hasta mi pobre gato, el mensajero del conocimiento, la tentación y la catástrofe. Cada cosa pierde su candor para transformarse en lo que esconde, germina o significa. En estos momentos, insoportables, lo único que se desea es cerrar los ojos, taparse los oídos, abolir el pensamiento y hundirse en un sueño sin riberas.


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El azar de mis trabajos y andanzas me lleva al barrio de Saint-Cloud, cerca de la casa donde vivió una amiga hace dieciséis años. Retrocedo, indago, busco el lugar que habitaba. Llego al Sena y recorro un trecho del muelle. Búsqueda vana. El antiguo puente ha sido reemplazado por uno más moderno y para ello ha sido necesario derribar su casa que daba al río. Allí, justo donde estaba su cama, su cuarto con terraza sobre el río, se yergue el pilar del puente, a pico sobre una mole de cemento. Nada ha quedado. Y yo que quería tan poco mirar apenas la ventana por donde juntos, al atardecer, veíamos pasar las barcazas. Ella, a miles de kilómetros de aquí, no piensa en esto y yo, de no haber venido al viejo barrio, tampoco pensaría. Pero el lugar, ¿por qué también él debía caer no sólo en el olvido, sino en la destrucción? ¿Qué testimonio, qué huella? También mueren los lugares donde fuimos felices.


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Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.

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