miércoles, 7 de marzo de 2012

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La tristeza es tan grande que, de repente, lo ocupa todo. Se expande, hace metástasis, es una riada. Somos Diógenes atesorando tristeza. Aún no ha salido el sol y ante nuestro reflejo en el espejo, nos decimos en flujo interno: pero qué tristeza, joder.. Como si la vida fuera un día de pesca y nuestras redes estuvieran rotas desde el principio, y aún así, nos echamos a la mar, no inocentes pero sí ilusionados. Así me siento..y así me levanto todos los días, en eterno ritual. Nadie sospecha de mi decaimiento. Nadie sabe de mi dolorosa existencia. Me guardo de ello, me guardo mucho. Leía el otro día “sé metódico y ordinario en tu vida, como un burgués, para poder ser violento y original en tu obra”. Tras la niebla de la corrección todos somos cristal empañado, borrones o bocetos en el mejor de los casos. Hechos de miedo, parches y estómagos de paja. Yo soy como esa página de bloc agujereada en quinto curso de tanto borrar y volverlo a intentar. Mi epitafio sería un necesita mejorar (indudablemente).
La inspiración no llega sola, gran sentencia. Suele tener nombre de mujer, apellido y dirección.
Nunca le rompí las medias, nunca le arranqué un botón, nunca pensé en eso cuando la tuve, nunca me inspiró tanto como al marcharse. El pasado es un miembro con el que masturbarse y ya no sé hacer otra cosa, desde luego.
Era como una ciudad. Me aprendí sus calles de tanto perderme en ellas. Aprendí su idioma. Su sabor, su olor. Aprendí su invierno, sus atardeceres, el mejor banco de su parque, el café más caliente. De memoria sus colores. Gasté mis yemas con sus cuerdas. Me sabía sus abismos. Nido de golondrinas y cielo azul, en eso la convertí.

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