domingo, 26 de agosto de 2012

Leopoldo María Panero

 
 
La alucinación de una mano, o la esperanza póstuma y absurda en la caridad de la noche
 
A Isa-belle Bonet
«Todo el bienestar del mundo
lo encuentro en Suleika
cuando la achucho un poco
me siento digno de mí mismo;
si me dejara -perdería los ojos.»
(Goethe, Diván oriental-occidental)

Una mujer se acercó a mí y en sus ojos
vi todos mis amores derruidos
y me asombró que alguien amase aún el cadáver,
alguien como esa mujer cuyo susurro
repetía en la noche el eco de todos mis amores aplastados
y me asombró que alguien lamiese en las costras todavía
tercamente la sustancia que fue oro,
aquello que el tiempo purificó en nada.

Y la vi como quien ve sin creerla
en el desierto la sombra de un agua,
la amé sin atreverme a creerlo.

Y la ofrecí entonces mi cerebro desnudo,
obsceno como un sapo, obsceno como la vida,
como la paz que para nada sirve
animándola a que día tras día lo tocase
suavemente con su lengua repitiendo
así una ceremonia cuyo sentido único
es que olvidarlo es sagrado.


 N e c r o f i  l i a


El acto del amor es lo más parecido
a un asesinato.
En la cama, en su terror gozoso, se trata de borrar
el alma del que está,
hombre o mujer,
debajo.
Por eso no miramos.
Eyacular es ensuciar el cuerpo
y penetrar es humillar con la
verga la
erección de otro yo.
Borrar o ser borrados, tanto da, pero
en un instante, irse
dejarlo
una vez más
entre sus labios.





El   l o c o



He vivido entre los arrabales, pareciendo
un mono, he vivido en la alcantarilla
transportando las heces,
he vivido dos años en el Pueblo de las Moscas
y aprendido a nutrirme de lo que suelto.
Fui una culebra deslizándose
por la ruina del hombre, gritando
aforismos en pie sobre los muertos,
atravesando mares de carne desconocida
con mis logaritmos.
Y sólo pude pensar que de niño me secuestraron para una alucinante batalla
y que mis padres me sedujeron para
ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos.
He enseñado a moverse a las larvas
sobre los cuerpos, y a las mujeres a oír
cómo cantan los árboles al crepúsculo, y lloran.
Y los hombres manchaban mi cara con cieno, al hablar,
y decían con los ojos «fuera de la vida», o bien «no hay nada que pueda
ser menos todavía que tu alma», o bien «cómo te llamas»
y «qué oscuro es tu nombre».
He vivido los blancos de la vida,
sus equivocaciones, sus olvidos, su
torpeza incesante y recuerdo su
misterio brutal, y el tentáculo
suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies
frenéticos de huida.
He vivido su tentación, y he vivido el pecado
del que nadie cabe nunca nos absuelva.

1 comentario:

  1. Soy vago y poco constante en esto del leer y el escribir, pero si hay algo parecido a una guía, a una brújula, que me muestre los trazos del camino, eso es tu blog.

    Besos y gracias

    ResponderEliminar