Llegué a las diez de la noche a Berlín y me habían
perdido la mochila.
Mi mochila de dos pisos para todo un invierno. Mi Annapurna
berlinés y yo a pelo.
Muy pragmática, como buena teutona, la señorita del
mostrador, me indicaba que estaba localizada. Que me la traerían a casa. Tuve
que rebuscar para encontrar mi “casa” anotada en un papel arrugado. Mi nueva y
temporal casa.
Recuerdo esa primera noche. Tú lo tenías todo. Yo no tenía
nada. Ni cepillo de dientes, ni mis libros, ni mi pijama, nada. Y tú todo.
Me sentía perdida al principio, como desanclada. Eso sí, el
trayecto de ida, tan ligera, tan volátil hasta ese séptimo piso sin ascensor
que nos aguardaba en ese enjambre comunista al final de la Otto-Braun-Strasse.
Marco tendrá de todo, es alemán –dijiste. Y así era. Aunque
lo único que utilizamos fue su vino blanco, con la coartada de la mochila
extraviada siempre. Vino blanco como sustituto de ropa interior. Todo colaría.
Todo estaba bien.
Fantaseé con la idea de reemplazar todo el contenido de mi
equipaje y ser otra. Leer otros libros, vestir otra ropa. O haber perdido el
pasaporte y toda una identidad y ponerme otro nombre. Alguno de esos que
encontré en el árbol genealógico, uno exótico como Arabella o enigmático como
Helen Ruby.
Chimeneas de carbón que te devolvían a la vida. Volver a
sentir manos, pies y descongelar la mandíbula. Y fuera el frío. Podía ver el
frío a través de la ventana. Podía olerlo. El frío era un leviatán en sí mismo.
Recuerdo los dibujos, recuerdo la magdalena mordida y la
bandera. Recuerdo esa bola del mundo partida y tirada en el suelo del salón como
la mejor metáfora del planeta tierra. Recuerdo los borradores de Natalie,
guionista de un culebrón alemán y su cenicero repleto de colillas de rubio y
sus gafas y dioptrías aguardando sobre la mesa. Y me recuerdo a mí misma
enamorándome de una ciudad.
Marco murió hace cinco años y yo me enteré hace dos meses.
Ha estado vivo en mi cabeza durante todo este tiempo. De hecho imaginaba su vida, sus exposiciones, si
seguiría con Natalie. En qué andaría metido con sus efectos especiales. Le
imaginaba bebiendo glühwein. Picando el hielo de las ventanas del coche
cualquier mañana de invierno. Bebiendo cerveza negra cualquier noche en Hackescher
Markt. Limpiándose la gafas enteladas al salir de casa. Comprando carbón o vino
blanco. Estaba vivo en mi cabeza, y recordé esa cita de que morimos dos veces.
La segunda sucede cuando ya nadie nos recuerda.
a Marco Riedel
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