martes, 19 de diciembre de 2017

El camino nunca termina - Henry Miller





Así caminamos, dormimos y comimos juntos, los gemelos siameses a quienes Dios había juntado y a quienes sólo la muerte podría separar. Caminábamos con los pies para arriba y las manos cogidas. Ella se vestía casi exclusivamente de negro, salvo algunos parches purpúreos, de vez en cuando. No llevaba ropa interior, sólo un vestido de terciopelo negro saturado de perfume diabólico. Nos acostábamos al amanecer y nos levantábamos justo cuando estaba oscureciendo. Vivíamos en agujeros negros con las cortinas cerradas, comíamos en platos negros, leíamos libros negros. Por el agujero negro de nuestra vida nos asomábamos al agujero negro del mundo. El sol estaba oscurecido permanentemente, como para ayudarnos en nuestra continua lucha intestina. Nuestro sol era Marte, nuestra luna Saturno; vivíamos permanentemente en el cenit del averno. La Tierra había dejado de girar y a través del agujero en el cielo colgaba por encima de nosotros la negra estrella que nunca destellaba. De vez en cuando nos daban ataques de risa, una risa loca, de batracio, que hacía temblar a nuestros vecinos. De vez en cuando cantábamos, delirantes, desafinados, en puro trémolo. Estábamos encerrados durante la larga y oscura noche del alma, período de tiempo inconmensurable que empezaba y acababa al modo de un eclipse. Girábamos en torno a nuestros propios yoes como satélites fantasmas. Estábamos ebrios con nuestra propia imagen, que veíamos cuando nos mirábamos a los ojos. Entonces, ¿cómo mirábamos a los demás? Como el animal mira a la planta, como las estrellas miran al animal. O como dios miraría la hombre, si el demonio le hubiera dado alas. Y, a pesar de todo, en la fija y estrecha intimidad de una noche sin fin, ella estaba radiante, alborozada.
Tenía dos cañones, como una escopeta, era un toro hembra con una antorcha de acetileno en la matriz. Cuando estaba en celo, se concentraba en el gran cosmocrator, los ojos se le quedaban en blanco, los labios llenos de saliva. En el ciego agujero del sexo, valsaba como un ratón amaestrado, con las mandíbulas desencajadas como las de una serpiente, con la piel erizada de plumas armadas de púas. Tenía la lascivia insaciable de un unicornio, el prurito que provocó la decadencia de los egipcios.
¿Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y unidos para siempre por los genitales? La vida era un joder perpetuo y negro en torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con el mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. (…)







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