Así caminamos, dormimos y comimos juntos, los gemelos
siameses a quienes Dios había juntado y a quienes sólo la muerte podría
separar. Caminábamos con los pies para arriba y las manos cogidas. Ella se
vestía casi exclusivamente de negro, salvo algunos parches purpúreos, de vez en
cuando. No llevaba ropa interior, sólo un vestido de terciopelo negro saturado
de perfume diabólico. Nos acostábamos al amanecer y nos levantábamos justo
cuando estaba oscureciendo. Vivíamos en agujeros negros con las cortinas
cerradas, comíamos en platos negros, leíamos libros negros. Por el agujero
negro de nuestra vida nos asomábamos al agujero negro del mundo. El sol estaba
oscurecido permanentemente, como para ayudarnos en nuestra continua lucha
intestina. Nuestro sol era Marte, nuestra luna Saturno; vivíamos
permanentemente en el cenit del averno. La Tierra había dejado de girar y a
través del agujero en el cielo colgaba por encima de nosotros la negra estrella
que nunca destellaba. De vez en cuando nos daban ataques de risa, una risa
loca, de batracio, que hacía temblar a nuestros vecinos. De vez en cuando
cantábamos, delirantes, desafinados, en puro trémolo. Estábamos encerrados
durante la larga y oscura noche del alma, período de tiempo inconmensurable que
empezaba y acababa al modo de un eclipse. Girábamos en torno a nuestros propios
yoes como satélites fantasmas. Estábamos ebrios con nuestra propia imagen, que
veíamos cuando nos mirábamos a los ojos. Entonces, ¿cómo mirábamos a los demás?
Como el animal mira a la planta, como las estrellas miran al animal. O como
dios miraría la hombre, si el demonio le hubiera dado alas. Y, a pesar de todo,
en la fija y estrecha intimidad de una noche sin fin, ella estaba radiante,
alborozada.
Tenía dos cañones, como una escopeta, era un toro hembra con una antorcha de
acetileno en la matriz. Cuando estaba en celo, se concentraba en el gran
cosmocrator, los ojos se le quedaban en blanco, los labios llenos de saliva. En
el ciego agujero del sexo, valsaba como un ratón amaestrado, con las mandíbulas
desencajadas como las de una serpiente, con la piel erizada de plumas armadas
de púas. Tenía la lascivia insaciable de un unicornio, el prurito que provocó
la decadencia de los egipcios.
¿Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y
unidos para siempre por los genitales? La vida era un joder perpetuo y negro en
torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con
Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con
Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con
el mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. (…)
malditos sean los curiosos y que los malditos sean curiosos:
la esencia de la poesía es una mezcla de insensatez y látigo...
....el gran Hank
la esencia de la poesía es una mezcla de insensatez y látigo...
....el gran Hank
martes, 19 de diciembre de 2017
El camino nunca termina - Henry Miller
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