Naufragios cotidianos en lugares insospechados.
Me enamoré de la portada de un disco como el que se enamora de un hoyuelo, una mirada o un mechón rebelde. Porque esto funciona así. Lo dijo Cortázar. No se elige.
A veces leo un libro o un poema y es como si me acabara de beber una botella de vino inmortal o como si hubiera atrapado una supernova entre mis dedos. A veces escucho una canción y es como si acabaras de recorrer todo mi cuerpo con tu lengua. Igual. Seísmo en el corazón.
Después me dejé caer en la contraportada de ese vinilo e improvisé un poema con los títulos de las canciones, un cut-up a lo Burroughs. Y con la luz del ocaso de fondo todo cobraba un sentido de créditos finales de film mítico que te ha regalado una ebriedad interna, así, mecido dulcemente en el oleaje que ha invadido tu salón y que sigue colándose bajo las ranuras de todas la puertas.
Pude ver coches a través de las ventanas, regalando ese sonido que rasga el silencio y se diluye sin más en la distancia. Igual que las luces de sus faros, creando esa intermitencia lumínica. Blanco a rojo. Blanco a rojo. Las carreteras secundarias son como un fuego lento, te llevan pero te dejan paladear el paisaje. Son más peligrosas pero también más verdaderas. Por eso están plagadas de moteles que se llaman El Dorado, Manila o Luna Inn y tienen espejos en el techo y el tiempo en los relojes se detiene. De repente un parpadeo me devolvió a la realidad. Estaba en Discos Revolver. Los Jayhawks y mis dedos recorriendo esa portada mientras sonaba de fondo Let's spend the night together de Bowie.
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