Por las noches —la luz apagada, el filamento
libre de su carga quemadora de átomos,
su esposa dormida, su respiración bajando
hasta tocar la fuente cenagosa— él pensaba en la muerte.
La casa encumbrada de su padre le dio tiempo
a que intuyese la nada que permanecía como una lámina
impoluta de espejo por detrás de su futuro humano.
Disponía de dos holguras que podía entrever, sólo dos.
Una era la festiva totalidad de las cosas:
piedras macizas y nubes, vainas al acecho, el suelo
ofreciendo resistencia a sus rodillas y manos.
La otra era quemar la basura de cada día.
Disfrutaba el calor, el peligro artificial,
y la manera en que, según iba arrojando noticias viejas,
cordeles, servilletas, sobres, vasos de papel,
las lenguas hipnóticas del orden intervenían.
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