Qué agradable no viajar a Italia este verano,
recorrer sus ciudades y ascender la pendiente de sus tórridos pueblos.
Cuánto mejor deambular por estas calles familiares,
absorbiendo el significado de cada cartel y señal de tráfico
y los bruscos gestos que hacen con la mano mis compatriotas.
No hay conventos aquí, ni frescos desmoronados o famosas
cúpulas y no es necesario memorizar una sucesión
de reyes o pasear los húmedos rincones de los calabozos.
No es necesario dar vueltas en torno a un sarcófago, contemplar
la cama diminuta de Napoleón en Elba, o los huesos de un santo en redoma.
Cuánto mejor dominar el simple recinto hogareño
que empequeñecerse ante columna, arco o basílica.
¿Por qué hundir la cabeza en locuciones extranjeras y arrugados mapas?
¿Por qué meter paisajes en una hambrienta cámara de un solo ojo
ansioso de tragarse el mundo, monumento tras monumento?
En vez de recostarse en un café ignorando cómo se dice helado,
bajaré a donde el coffee shop y la camarera
conocida como Dot. Me deslizaré en la corriente del periódico
matutino, las barreras del lenguaje destruidas,
los ríos del idioma fluyendo libremente, los huevos despachados sin problema.
Y tras el desayuno, no tendré que buscar a alguien
deseoso de fotografiarme rodeando con mi brazo al propietario.
No repasaré la factura ni registraré en un diario
qué tuve que comer y cómo incidía el sol en la ventana.
Basta con volver a subirse al coche
como si fuera el gran automóvil del mismísimo idioma inglés
y haciendo sonar mi cláxon vernáculo, acelerar
por una carretera que nunca me llevará a Roma, ni siquiera a Bolonia.
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