en realidad, ellos eran el mejor anuncio de coca-cola
Han pasado más de cincuenta años y sigue siendo la
extranjera, y así será siempre.
A los veintiuno en Inglaterra eras mayor de edad y te daban
la llave de casa. Por un artículo de Laurie Lee en prensa, se plantó con las
amigas en esa isla hedonista, mediterránea, pequeño oasis en un semi margen del
franquismo. Se enamoró de la luz blanca que no tenía que ver con los tristes
veranos del mar del norte. De la arena, de sus calas, sus campos y sus gentes.
Del desprenderse de la ropa que se inventaba en cada una de sus suaves noches. Y
de un corsario, también se enamoró. Y los instintos se encendían salvajes.
Recogió la almendra, pisó la uva. Y supo que la tierra era
tan de verdad como su piel. La niña de guerra que se mudó doce veces de casa,
de pueblo, ciudad, país, continente. La misma, echó raíces.
El día que me contó cómo iba con otra veintena de niños a
aquellas salas con esas lámparas, a desnudar sus rodillas por el raquitismo,
supe que fue otro tipo de niña y la abracé muy fuerte. Como un nudo.
Y aunque a veces se queja del calor sin tregua, de que pocos
entiendan sus sarcasmos y de haber tenido la familia lejos, aún no ha perdido
el acento, ni el blanco de su piel, aún es la extranjera y aún no se ha ido.
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Todos somos países extranjeros.
Arribamos el uno al otro de visita. Ojeamos nuestros rincones más emblemáticos.
Las postales siempre están cargadas de felicidad y luz. Intentamos aprender lo
mínimo, al menos, para comunicarnos, casi nos bastan los ojos y la carne. Nos
mostramos receptivos, curiosos, dóciles. Nos recorremos. Palpamos el clima del
otro. Poco a poco nos adentramos en esa jungla privada o bien nos quedamos en
los miradores echando fotos al paisaje, como todos, desde lejos. Es como una
playa en la que decides hasta dónde mojarte. A veces cuesta y hace falta valor,
ya sabes, te mojas la nuca y uno poco los hombros antes de tirarte, no sabes si tocarás pie, no sabes nada. O bien
regresas a la arena, con la sal hasta las rodillas y aún un poco de hambre. Y
miras hacia allá a los que chapotean, a los que nadan, y allí a lo lejos un
hombre casi ahogándose. Y aunque observas que respira con dificultad, que sus
brazos ya no dan más de si, hay algo, algo en su extenuación que te hace saber
que está más vivo de lo que nunca tú has estado y de que cuando desaparezca en
ese fondo, seguirá estándolo.
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A veces nos quedamos, a veces
partimos. Partir es un verbo triste, es un verbo que hace daño. Partir es
romperse en dos. Como yo me parto cuando de ti me alejo. Y aún así no he perdido mi acento, ni el tacto de mi piel, aún no me he ido.
En realidad, el mejor anuncio de coca-cola, es una hija diciendo que lo son sus padres. En su linea de marketing.
ResponderEliminarEl texto, conciso como saeta, con el detalle de quien puede sentirlo, acertado, bello, analógico como una mano que busca un mechón en la incertidumbre,
cuánta... cuantos sensores abiertos y cuanta capacidad de transmitir sus señales.