Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano.
Probablemente habréis visto muchas embarcaciones extrañas,
lugres de pies cuadrados, montañosos juncos japoneses, galeotas como latas de
manteca, y cualquier cosa; pero os aseguro que nunca habréis visto una extraña
vieja embarcación como esta misma extraña y vieja Pequod. Era un barco de
antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él con un anticuado aire de
patas de garra. Curtido y atezado por el clima, entre los ciclones y las calmas
de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como la de un
granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su
venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos -cortados en algún punto de la
costa del Japón, donde los palos originarios habían salido por la borda en una
galerna-, sus palos se erguían rígidamente como los espinazos de los tres
antiguos reyes en Colonia. Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y
arrugadas como la losa, venerada por los peregrinos, de la catedral de
Canterbury donde se desangró Becket.
Las aguas que le rodeaban se iban hinchando en amplios círculos; luego se levantaron raudas, como si se deslizaran de una montaña de hielo sumergida que emergiera rápidamente a la superficie. Se intuía un rumor sordo, un zumbido subterráneo...Todos contuvieron el aliento al surgir oblicuamente de las aguas una mole enorme, que llevaba encima cabos enmarañados, arpones y lanzas. Se elevó un instante en la atmósfera irisada, como envuelta en una grasa de finísima textura, y volvió a sumergirse en el océano. Las aguas, lanzadas a treinta pies de altura, fulgieron como enjambres de surtidores, para caer luego en una vorágine que circuía el cuerpo marmóreo de la ballena.
“Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra
es mi verdadera sustancia. Yo pienso que, al observar las cosas de manera
espiritual, nos parecemos mucho a las ostras mirando el sol desde el mar y
creyendo que la densa agua es la más fina de las atmósferas. Yo creo que mi
cuerpo no es nada más que la escoria de mi mejor ser. De hecho, que se lleven
mi cuerpo, quienquiera que vaya a hacerlo, digo, ése no soy yo.”
Lo que la distinguía de otras ballenas no era tanto su volumen, sino más bien su frente peculiar, blanca como la nieve y arrugada, y una alta joroba piramidal y blanca. Ésas eran sus características más salientes, las señales por las cuales, aun en los mares sin límites y sin cartografiar, revelaba a gran distancia y a quienes la conocían, su identidad. El resto del cuerpo estaba tan rayado y manchado y lleno de lunares de tonalidad de mortaja, que, en último término, había ganado el apelativo que la distinguía: " ballena blanca", un nombre, en verdad, justificado literalmente por su vívido aspecto cuando se le veía deslizándose en pleno mediodía a través de un mar azul profundo, dejando una estela lechosa de espuma como crema, toda rayada de brillos dorados.
Pero no era propiamente su desacostumbrada magnitud, ni su notable tonalidad, ni aun su deformada mandíbula inferior, lo que tanto terror natural producía en el ballenero; era su malicia inteligente y sin ejemplo, que, de acuerdo con relatos precisos, había mostrado una y otra vez durante sus ataques. Más que todo, sus retiradas traicioneras producían una confusión que superaba a cualquier otra cosa. Porque, mientras nadaba ante sus entusiasmados perseguidores con todos los síntomas de alarma, más de una vez se le había visto volverse de pronto y, cargando sobre ellos, desfondar el bote haciéndolo astillas, u obligarlos, llenos de consternación, a retornar a sus buques.
“Hay ciertos raros momentos y ocasiones en los que este extraño y
enrevesado asunto al que llamamos vida, en el que un hombre toma todo de este
universo como una broma pesada, y aunque sólo llega a discernir su gracia
vagamente, tiene más que sospechas de que la broma no es a expensas de nadie,
sino de él mismo. De cualquier manera, nada descorazona y nada parece
cuestionable. Él engulle todos los acontecimientos, todos los credos, todas las
convicciones, todas las cosas duras, visibles e invisibles, sin importarle
nunca lo nudosas que sean; como un avestruz de poderosa digestión que engulle
las balas y pedernales.”
"¿Qué son los derechos humanos y las libertades del
mundo sino peces sueltos? ¿Qué son las ideas y opiniones de los hombres sino
peces sueltos? ¿Qué es el principio de la creencia religiosa sino un pez
suelto? ¿Qué son los pensamientos de los pensadores para los literatos
palabreros, contrabandistas y ostentosos? ¿Qué es el mismo gran globo sino un
pez suelto? ¿Qué eres tú, lector, sino un pez suelto y también un pez
sujeto?"
“¿Qué es, qué cosa innombrable, inescrutable y
sobrenatural, qué engañoso y escondido amo y señor, emperador cruel e
inexorable me gobierna, que contra todos los naturales amores y nostalgias me
mantiene empujándome, concentrándome y agolpándome todo el tiempo, haciéndome
estar preparado temerariamente para hacer lo que mi propio corazón, verdadero y
natural, ni siquiera me atrevería? ¿Soy yo, Dios, o quién es el que levanta el
brazo este brazo? Pero si el gran sol no se mueve por sí mismo, sino que es como
un chico errante en el cielo; y si ni una sola estrella puede moverse, si no es
por algún poder invisible, ¿cómo entonces late este pequeño corazón y este
único y pequeño cerebro tiene pensamientos, si no es Dios quien lo hace latir,
lo hace pensar y vivir, no yo?”
"Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas
de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip,
y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como
silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de
seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las
empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando
por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto
de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la
mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana,
encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los
bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los
campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer
dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más
extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al umbroso socaire de
aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin
caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra
adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte,
este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el
poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos?"
"Apenas hace falta decir con qué sentimientos, en
vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la
lóbrega luz de aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los
balleneros que habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo destino puede ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos
incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer: sí, un
bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este asunto de
las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la
Eternidad. Pero ¿y qué? Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de
la Vida y la Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es
mi sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales, somos
demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y piensan que la
densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece que mi cuerpo no es más
que las heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera,
que se lo lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket,
y que vengan cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque
ni el propio Júpiter es capaz de desfondarme el alma."
"¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo
la verde hierba; que, en medio de las flores podéis decir: aquí, aquí yace mi
ser amado; vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos como
éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no cubren
cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las líneas que
parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres que han perecido sin
sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo mismo en la cueva del
Elephanta que aquí."
Fotografías de Louis Stettner, Pepe Pepe and Tony, Spanish Fishermen, Ibiza 1956
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