El hombre del Metro sueña una ciudad de sol y ocio a la que nunca sale, la ciudad de las estatuas y los bares es una pesadilla del hombre de allá abajo, del viajero hundido, del que va en el Metro, tú, yo, asiento reservado para caballeros mutilados, todos caballeros mutilados, las madres terribles con la bolsa de la compra abultada, como otro embarazo, y la chica leyendo un libro gordo, y el de los recados silbando en el Metro y el sembrado de cabezas que tengo debajo de mí, una calva con mapas, una pelambrera con brillos, los cuatro pelos sobre un cráneo blanco y lechoso, la huella de las tenacillas en un pelo gris de mujer, como una ceniza en olas tenues de resignación, y el maíz violento de un pelo de muchacha, cebada adolescente que perfuma e ilumina.
No, la ciudad no existe, la ciudad es una locura, una invención, una esperanza, una mentira. La sueñan desde allá abajo los que van en el Metro, ánimas del purgatorio en túnel, justos en multitud, limbo húmedo, catacumba veloz. No existimos, no tomamos café, no hacemos el amor. Sólo nos sueña, desde lo profundo, un hombre silencioso que va en Metro.
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