¿En qué otra escena preferiría estar atrapado
sino en ésta,
una noche normal en la mesa de la cocina,
tranquilo en una caja de papel pintado de flores,
armaritos blancos llenos de vasos,
el teléfono en silencio,
con un bolígrafo apoyado en la mano?
Me concede tiempo para pensar
en las hojas que se apilan en las esquinas,
el liquen que verdea las lejanas rocas grises
y el mundo en su navegar más allá de las dunas-
inmenso, trasatlántico, la historia borboteando a su paso.
Fuera de esta habitación
no hay nada que necesite,
ni un trabajo al que pudiera llegar remando,
ni un Aston Martín DB4 de color café
con asientos verdes de piel cuarteada.
No, se está bien aquí,
los limpios óvalos de un vaso de agua,
un pequeño cajón de naranjas, un libro sobre Stalin,
un extraño pez gruñón en un marco de la pared,
y estas tres velas,
cada una de diferente altura, cantando en perfecta armonía.
Por ello, perdóname
si bajo la cabeza y escucho
a la pequeña vela con voz de bajo cuando ejecuta un solo
mientras mi corazón
puntea bajo la camisa-
como rana en el borde de un estanque-
y mis pensamientos se alejan volando hacia una región
compuesta por un enorme cielo
y cerca de un millón de ramas vacías.
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