Y, de pronto, la noche. No la noche
de la caricia azul, del beso tibio,
la noche mansa y tersa como un pecho
de mármol. No esa noche.
Y un mal día
la noche, no la noche adolescente
de estrellas rutilantes y de cantos
sin dueño por senderos de luz tierna;
no la oscuridad cómplice, arcana,
madre del tiempo inútil
que algunos científicos han dicho
existe tras el último
beso. No: no esa noche.
Sino la del aullido de la fiera
detrás de las arrugas, la del ruido
que se repite golpe a golpe
como un aparador precipitándose
por unas escaleras sin final.
Cuando alguien quiere hacernos daño, quiere
forzar la cerradura para herirnos.
¡No queremos visitas! No queremos
que nadie nos moleste no hay comida
pero llaman no cesan las campanas
quién está al otro lado del teléfono
quien quiere entrar quién quiere entrar quién es
silencio.
Solamente silencio.
El grifo que gotea porcelana
el cuarto está inclinado y no hay comida
el médico el médico insolente
contar del uno al diez
¡uno dos tres el ruido! Otra vez
el ruido el batir insoportable
de unas alas no hay nada en la despensa
papeles en la mesa dónde estoy
el peso de la noche y el espejo
que no nos reconoce y la paloma
-de nuevo la paloma-
zurea con palabras afiladas
el nombre que una vez reconocimos
como nuestro.
Ha venido esta vez a acompañarnos
a nosotros, los seres paradójicos,
que en el último instante, en la última
alanceada a la muerte,
comprendimos.
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