El hombre de negro se aburría. Era un aburrimiento profundo que mantenía su cuerpo apelmazado, su mente sedada, sus miembros diluidos. Miró a la izquierda: su mujer estaba recostada en el sofá leyendo un libro, se dio cuenta de que él la miraba y, levantando la cabeza, le sonrió antes de sumergirse de nuevo en la lectura. El hombre de negro no sintió nada, ni frío ni calor. Después miró a su derecha y observó durante unos segundos cómo su hijo hacía los deberes del colegio tumbado en la alfombra, levantando de vez en cuando la cabeza hacia el televisor. Tampoco sintió nada, no podía decir que realmente lo quisiera, aparte del vínculo filio-paternal que los unía, no sentía nada por él.
El hombre de negro se levantaba cada mañana de la cama a las seis en punto; tomaba una ducha fría (tibia en invierno), se preparaba un café, se ponía su traje (negro), salía de su casa y entraba en la boca de metro que había a dos manzanas (porque el tráfico estaba a esas horas imposible). En la séptima parada se apeaba. Trabajaba sin interrupción desde las ocho hasta las trece horas, momento en que recogía su chaqueta (negra) colgada detrás de la puerta y salía en dirección a un bistro cercano. Comía solo porque hacerlo junto a sus compañeros le incomodaba y además no le interesaba nada de lo que hablaban.
A las quince horas volvía a la oficina, de la que ya no salía hasta las dieciocho horas. Tomaba el metro en dirección a casa y en ocasiones (no demasiadas) bebía una cerveza (sin hablar con nadie) en un bar cercano a su domicilio antes de entrar en casa.
Esta rutina se reproducía diariamente en la vida del hombre de negro, quebrantándose sólo durante su mes de vacaciones estivales. Mes al que el hombre de negro temía especialmente más que a los once restantes.
Un día al salir del bistro para reanudar su jornada de tarde llovía. Cruzó la calle corriendo pero la lluvia se hizo más densa, como si corriera detrás de él. Se refugió bajo el toldo de una joyería (a fin de cuentas aún le quedaba tiempo de sobra) allí fue donde la vio por primera vez.
LA MUJER DE GRIS
Vestía un traje de chaqueta (gris oscuro), llevaba gafas de sol pese a la escasa luz del día, el pelo recogido en un moño en la nuca, fumaba un cigarro (a pequeñas caladas) y miraba su reloj (nerviosamente) a intervalos regulares. Era esbelta, tenía los rasgos pequeños excepto una gran boca de labios carnosos. Sacó su mano (blanca y de dedos muy finos) por fuera del toldo, efectivamente había amainado. El hombre de negro la vio alejarse por la acera con un caminar elegante. No pudo dejar de pensar en ella durante el resto del día y para no manchar (de vulgaridad) aquella imagen que tanto le había cautivado, decidió retirarse temprano a la cama.
Dos días más tarde la lluvia volvió a alcanzarle a la salida del bistro obligándole a refugiarse nuevamente bajo el mismo toldo (granate) de la joyería. Desde allí el hombre de negro vio como la mujer de gris atravesaba corriendo la calle para acabar cobijándose (el corazón del hombre de negro se aceleró hasta lo inimaginable) bajo el toldo (granate) de la joyería, cuyo escaparate la mujer de gris se puso a contemplar (algo malhumorada).
Era miércoles. No volvió a llover en toda la semana. El martes de la semana siguiente amaneció nublado, el cielo era una pesada cúpula gris plomiza. El hombre de negro sintió durante toda la mañana un extraño (y placentero) cosquilleo en la boca del estómago. Pero la lluvia se resistía a caer y no lo hizo hasta bien avanzada la tarde (previo aviso de algunos truenos) cuando el hombre de negro se dirigía a la boca de metro. Fue una lluvia torrencial y espesa. El hombre de negro escogió esta vez una galería de cine para resguardarse. Pocos minutos después irrumpió la mujer de gris con un abrigo (gris oscuro) hasta los tobillos completamente empapado. La lluvia se prolongó durante horas. La mujer de gris miraba hacia fuera primero con rabia y después con una mezcla de inconformismo e ironía. Finalmente, aburrida de mirar los pósters de las películas adquirió un ticket en la caja y entró. El hombre de negro fue tras ella. Se sentó dos filas detrás de la mujer aspirando la humedad de su abrigo (gris oscuro) mojado. La película (ambientada en la Italia de la posguerra) ya había comenzado.
Desde aquel día el hombre de negro engullía con énfasis todos los partes metereológicos de los noticiarios y cuando al fin, estos, anunciaban lluvia, se aseguraba bien de oponerse su mejor colonia (comprada a propósito para estas ocasiones días atrás) y de abrocharse correctamente el nudo de su corbata (negra).
Como destino de su mes de vacaciones programó un viaje a Finlandia para visitar los Fiordos (pese a la abierta oposición de su mujer y de su hijo que preferían ir como siempre a la playa). Allí la encontró en la cafetería del hotel, hablando por teléfono con aire aburrido una lluviosa mañana finlandesa.
El invierno siguiente fue especialmente lluvioso y sus encuentros continuados. El corazón ya no le cabía al hombre de negro en el pecho y durante las dos últimas semanas pensó muy seriamente en la posibilidad de hablarle (la simple idea le ponía la carne de gallina). Finalmente un día en el que ambos se cobijaron bajo el mismo toldo (granate) de aquella joyería donde coincidieron por primera vez, el hombre de negro creyó ver en ella algún tipo de señal y se acercó (lentamente) hacia ella. Dijo hola (o mejor dicho “ho…ho…ho…la” porque solía tartamudear cuando estaba nervioso). La mujer se volvió hacia él (que hermosa era de tan cerca, pensó). Le miró de arriba abajo, arrugó la nariz y se lanzó calle abajo desafiando a la lluvia. Al hombre de negro el alma se le cayó a los pies, la vio alejarse (con tristeza) y mezclarse con la lluvia.
Enfiló (cabizbajo) las tres escasas manzanas que le separaban de su trabajo. Al doblar una esquina se quitó la chaqueta colgándola de su hombro, un poco más adelante se abrió el nudo de la corbata, en otra esquina se arremango la camisa y se desabrochó algunos botones. Sintió que el sudor empapaba su frente, miró hacia arriba y descubrió un cielo azul (intenso) y un sol cercano y enorme como una pelota de fuego, escuchó el sonido de algunos cláxones, las ruedas de los coches se pegaban al asfalto, también los zapatos de los transeúntes absorbían el alquitrán. Los hombres y las mujeres se miraban unos a otros sin comprender nada, se desprendían de sus ropas (aceleradamente), los niños lloraban, un viejo borracho de barba espesa anunciaba el comienzo del fin del mundo. Dos camiones de bomberos pasaron dirigiendo sus mangueras hacia la población. La policía recomendaba, por medio de altavoces, no salir a la calle hasta nuevo aviso.
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