malditos sean los curiosos y que los malditos sean curiosos:
la esencia de la poesía es una mezcla de insensatez y látigo...
....el gran Hank

martes, 19 de junio de 2012

el privilegio de ser - Robert Hass


ilustración: Joao Ruas

Mucha gente está haciendo ahora el amor. En el cielo, los ángeles, en el imperturbable éter y el cristal de los deseos humanos se trenzan mutuamente los cabellos, que son rubios rojizos y tienen la textura de los frescos ríos. De tanto en tanto miran hacia abajo el trabajoso éxtasis –les deben parecer como aves sin plumas chapoteando en la cama encharcada– y luego una mujer que está por acabar, le hace abrir los párpados a un hombre y le dice: “Mirame”, y él la mira. ¿O es el hombre quien descorre el telón en el teatro a oscuras? Se miran entre sí de todos modos; dos seres con dos ojos evolucionados, rapaces, sorprendidos, pegados uno al otro por la panza con una baba lúbrica increíblemente dulce, y los ángeles se sienten desolados. Les indigna. Tiemblan, patéticos, como litografías de mendigos victorianos, con facciones perfectas y la piel de alabastro, vestidos con harapos en el callejón sórdido de la novela. A todas las criaturas les ofende esta pena. Se parece al lamento que la luna deja escapar a veces cuando sale. A los amantes les resulta especialmente intolerable, los llena de indecible tristeza, de tal forma que otra vez cierran los ojos y se vuelven a abrazar, y cada uno siente la singularidad mortal del cuerpo que durante una hora han alzado de la muerte con su magia, y un día, mientras corren al atardecer, ella le dice al hombre: “Me levanté tan triste esta mañana porque caí en la cuenta de que tú no podrías, por mucho que te ame, mi querido, curar mi soledad”, y toca su mejilla para reconfortarlo y que vea que no quería herirlo diciendo esta verdad. Y el hombre no se siente precisamente herido, entiende que la vida tiene límites, que algunos mueren jóvenes, sus amores fracasan como sus ambiciones. Va corriendo a su lado, y piensa en la tristeza que han logrado abortar con sus lamentos, cobijándose ambos con formas inventadas y antiguas de la gracia y torpe gratitud, listos para volver a estar solos o acaso insatisfechos, o a no ser más que buenos compañeros, como esas parejas en la playa que leen un artículo en alguna revista sobre la intimidad entre los sexos, y después se lo leen en voz alta entre sí, y luego a los inmensos, analfabetos, reconfortantes ángeles.

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