e x t i n c i ó n
La paradoja de la fraudulencia consistía en que
cuanto más tiempo y esfuerzo invertías en resultar impresionante o atractivo a
los demás, menos impresionante o atractivo te sentías por dentro: eras un
fraude. Y cuanto más fraude te sentías, más te esforzabas en transmitir una
imagen impresionante o agradable de ti mismo para que los demás no descubrieran
a la persona vacía y fraudulenta que realmente eras. Por lógica, lo normal sería
pensar que en cuanto una persona supuestamente inteligente de diecinueve años
fuera consciente de esta paradoja, dejaría de ser un fraude y se conformaría con
ser él mismo (fuera lo que fuese) porque se daría cuenta de que ser un fraude
era una regresión infinita y viciosa que al final solo conducía a estar
asustado, solitario, alienado, etcétera. Pero esta era la otra paradoja, de
orden superior, que ni siquiera tenía forma o nombre: yo no lo hacía, no podía
hacerlo.
a u n q u e s e a s a t e o, s i e m p r e i d o l a t r a s a l g o
La única opción es qué idolatrar. Y la razón
sobresaliente para seleccionar a algún tipo de Dios o cosa de tipo espiritual
para idolatrar —sea J.C. o Alá, Yahvé o la Diosa Madre o las Cuatro Nobles
Verdades o un conjunto de principios éticos inquebrantables— es que casi
cualquier otra cosa que idolatras te comerá vivo.
Idolatra tu cuerpo y la belleza y la atracción
sexual y siempre te sentirás inapropiado, y cuando el tiempo y la edad se
empiecen a notar, morirás miles de muertes antes de que finalmente te planten
bajo tierra. En un nivel, todos ya sabemos esto —ha sido codificado como mitos,
proverbios, clichés, epigramas, parábolas: el esqueleto de cada gran
historia.
El truco es mantener la verdad al frente en
nuestra toma de conciencia diaria. Idolatra al poder —te sentirás débil y con
miedo y necesitarás cada vez más poder sobre los demás para alejar el miedo.
Idolatra tu intelecto, ser considerado brillante —acabarás sintiéndote estúpido,
un fraude, siempre al borde de ser descubierto. Y así sucesivamente...
joder qué maravilla.
ResponderEliminarun abrazo.
El neón de siempre.Creo que ese era el título del cuento de Foster Wallace.Es demoledor por todo el desasosiego,vacuidad y sombras chinescas que despide.
ResponderEliminar