Durante unos meses, cuando tenía nueve años, Walter Henderson pensó que caer muerto era el no va más de la aventura, y muchos de sus amigos compartían esa opinión. Habiendo descubierto que el único momento en verdad gratificante de jugar a policías y ladrones era ése en que uno hacía ver que le habían disparado, se llevaba la mano al corazón, soltaba la pistola y se desplomaba, no tardaron en prescindir de todo lo demás –el aburrido proceso de elegir bando y esconderse por ahí- y pulir el juego hasta su esencia misma. Se convirtió, así, en una competición individual, casi en un arte. Por turnos, corrían teatralmente por la cresta de una loma hasta que tenía lugar la emboscada: pistolas de juguete apuntando simultáneamente y un coro de esos entre cortados sonidos (una especie de gutural “¡p-ñ-au!, ¡p-ñ-au!”) con que los niños imitan el ruido de los disparos. El actor principal paraba en seco, giraba sobre sí mismo, quedaba un instante inmóvil en escorzada agonía, doblaba las piernas y se precipitaba ladera abajo en un torbellino de brazos y piernas, levantando una espléndida nube de polvo para finalmente quedar espatarrado allá abajo, guiñapo y cadáver. Cuando se levantaba sacudiéndose la ropa, los otros le ponían nota (“Bastante bien”, o “Demasiado tieso”, o “Falta naturalidad”), y el siguiente se preparaba para actuar. En eso consistía el juego, pero a Walter Henderson le encantaba. Era un chico flaco y de movimientos mal coordinados, y la única cosa vagamente parecida a un deporte en la que destacaba era ésta.”
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