malditos sean los curiosos y que los malditos sean curiosos:
la esencia de la poesía es una mezcla de insensatez y látigo...
....el gran Hank
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lunes, 28 de enero de 2013
Una evocación - Eduardo Haro Ibars
¿Pero es que alguna vez nos hemos visto?
Llovían rombos creo sobre el monte más viejo
se escuchaban los gritos y los cantos
de los coches más rojos y las tardes más leves
Cuando en cegueras delicadas frías
(pavos de un agua triste o de un cadáver tenso)
creímos encontrarnos en los rabos del tiempo
Yo me inventaba un árbol donde ahorcarme
tú convertías el silencio en salmos
arquitectura helada de pasillos secretos
Y las palabras eran luces blancas
invención de fantasmas y vestigios
¿Pero es que alguna vez hemos estado
juntos en un desierto o en un cuento
en un bar luminoso y sin espectros?
Ahora ya no lo creo
pienso haber caminado como un zombi
por la empinada calle de las copas
(Como ya estamos muertos
los escaparates del espacio
las farolas que suaves aterrizan
no son más que recuerdos de este mundo
al que llamamos nuestro)
¿Pero es que alguna vez nos conocimos?
Las brujas intentaban alaridos/diamantes
para poner sus puntos y sus comas
en nuestro raro diálogo de muertos
Nada que hacer El polvo con el polvo
iba por avenidas de algodón
supongo que hoy reniegas del fantasma
que he sido siempre para ti –yo guardo
en un rincón sin sueños fotografías heladas
relámpagos de fresa en los espacios fríos
Y es que este sol ya no tiene sentido.
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Eduardo Haro Ibars,
Hannah Starkey
sábado, 12 de mayo de 2012
El suicidio de Gabriel Ferrater - Roberto Bolaño
Son incontables los suicidios literarios y algunos conservan aún hoy el resplandor original, el aura de leyenda, el estallido o la implosión que tanto asustó a sus contemporáneos, a aquellos que vivieron el suicidio de cerca, pues el suicida era un amigo o el maestro o un colega al que sólo en ese momento prestaron atención. Hay suicidios que son obras maestras del humor negro, como el el surrealista Jacques Vaché. Hay suicidios que ponen en jaque nuestra noción de cultura, como el de Walter Benjamin, y otros, como el de Hemingway, que más bien parecen trámites de aduana, encuentros largamente diferidos en aeropuertos.
El suicidio de Gabriel Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX, se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a lo veintitantos años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater decidió suicidarse y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la única salvedad de que aquel año él cumpliría cincuenta, una cifra y una edad redondas. Vivir más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
Después ya no pensó más en ello, aunque es probable que en alguna juerga lo comentara con aquellos poetas jóvenes que tanto lo querían, como Barral y Gil de Biedma. Mientras llegaba aquella fecha fatídica, pero aún lejanísima, se dedicó en cuerpo y alma a leer, a traducir (Kafka, Chomsky), a follar, a beber, a viajar, a visitar museos, a atravesar en moto Barcelona, de arriba abajo, con litros de whisky en la sangre, a cultivar la amistad, a enamorarse de mujeres extrañísimas. Las fotos que tenemos de él nos muestran a un tipo en general bien parecido, a veces con un aire de actor de cine, el pelo blanco, gafas negras, suéter de cuello alto, las facciones duras e inteligentes, los labios con una ligera –y más que suficiente- inclinación sardónica, unos labios que debieron de ser temidos en su época.
Libros de poemas escribió pocos. Si la memoria no me engaña, tres. Todos irrepetibles. En cualquier caso Ferrater vivió su vida –y escribió sus poemas- como un romano. Cuando por fin llegó el año 1972 y a los cincuenta años de su vida, en Sant Cugat del Vallès, un pueblito cercano a Barcelona, cumplió su destino y se suicidó. A nadie le pareció anormal.
El suicidio de Gabriel Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX, se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a lo veintitantos años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater decidió suicidarse y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la única salvedad de que aquel año él cumpliría cincuenta, una cifra y una edad redondas. Vivir más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
Después ya no pensó más en ello, aunque es probable que en alguna juerga lo comentara con aquellos poetas jóvenes que tanto lo querían, como Barral y Gil de Biedma. Mientras llegaba aquella fecha fatídica, pero aún lejanísima, se dedicó en cuerpo y alma a leer, a traducir (Kafka, Chomsky), a follar, a beber, a viajar, a visitar museos, a atravesar en moto Barcelona, de arriba abajo, con litros de whisky en la sangre, a cultivar la amistad, a enamorarse de mujeres extrañísimas. Las fotos que tenemos de él nos muestran a un tipo en general bien parecido, a veces con un aire de actor de cine, el pelo blanco, gafas negras, suéter de cuello alto, las facciones duras e inteligentes, los labios con una ligera –y más que suficiente- inclinación sardónica, unos labios que debieron de ser temidos en su época.
Libros de poemas escribió pocos. Si la memoria no me engaña, tres. Todos irrepetibles. En cualquier caso Ferrater vivió su vida –y escribió sus poemas- como un romano. Cuando por fin llegó el año 1972 y a los cincuenta años de su vida, en Sant Cugat del Vallès, un pueblito cercano a Barcelona, cumplió su destino y se suicidó. A nadie le pareció anormal.
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sábado, 28 de abril de 2012
El correo de la noche - Frank Abel Dopico
Mis piernas van tras el correo de la noche.
Un enemigo tiende su mano miserable, ayuda mi carrera,
luego me hace polvo con su mano apagada.
Las casas huyen grises y una estrella abandona su
casa de la noche
y anda con sus bártulos a cuestas. Una estrella vuelve
a su casa de la noche
y anda por el jardín, medio dormida.
El ciudadano que soy va tras su noticia. Apedreando al que fui.
Quiero saber cómo está Mayra, qué le hablan sus ojos al recuerdo.
El correo de la noche atraviesa edificios, irrumpe en
plazas moribundas.
Sus remos son caballos silvestres como los ojos de Mayra.
Alguien cruza mordisqueando sus dedos. Alguien
(y una carta) entró a la oscuridad.
Pasan los novios, humeantes cuerpos, y el reloj
se clava sus agujas.
A dos cuadras de mí el anciano espera que esté completo
su rebaño.
Un hombre esconde el espejo donde se va a mirar mañana.
Mis piernas siguen los ecos de la noche.
Soy un bufón, esquivo ese color dulce de la primavera
porque dentro llevo los charcos de su lluvia y puedo
florecer,
y es indiscreto florecer, uno tan noble,
tan bueno que es uno así de solo,
con mi tierno diablo y mi dios tan solo y pobrecito.
Quiero poner la vida como trampa,
criar conmigo al rey que nunca seré, a los reyes
sonámbulos, los que con cielo y pan hacen el
amor sin manifiestos.
Busco una noticia, busco el puente que hicieron los
héroes para mí,
y siempre está más lejos, está en el mismo sitio de
los héroes,
debo hacer algo más que comerme estas naranjas,
debo inventar un flamboyán o algo amenazante,
el puente me espera, nos espera,
tantas flores mediocres aplastan los caballos
que el correo va lento, los caballos sangran pero yo
los aplaudo.
Los caballos resbalan, rehenes de la luna,
dejan su lamido triste en mi pupila.
El correo de la noche puede ser asaltado
pero va con cicatrices que recuerdan al sol.
En un lugar de mi vida hay un revólver.
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