malditos sean los curiosos y que los malditos sean curiosos:
la esencia de la poesía es una mezcla de insensatez y látigo...
....el gran Hank

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viernes, 2 de noviembre de 2012

El primer trago de cerveza - Philippe Delerm


 
Es el único que cuenta. Los otros, cada vez más largos, cada vez más anodinos, no dan más que una pastosidad calentorra, una abundancia malgastada. La última, quizá, encuentra la desilusión de acabar una apariencia de poder…

¡Pero el primer trago! ¿El trago? Comienza mucho antes de la garganta. Sobre los labios ya este oro espumoso, frescura amplificada por la espuma, después lentamente sobre el feliz paladar tamizado de amargura. ¡Qué largo parece, el primer trago! Se bebe enseguida, con una avidez erróneamente instintiva. De hecho, todo está escrito: la cantidad, ni demasiada ni demasiada poca, que hace falta para el comienzo ideal; el bienestar inmediato puntuado por un suspiro, un chasquido de lengua, o un silencio que los equivalga; la engañosa sensación de un placer que se abre al infinito… Al mismo tiempo, ya lo sabemos. Todo lo bueno se acaba. Dejamos el vaso, y lo alejamos incluso un poco sobre el pequeño posavasos. Saboreamos el color, falsa miel, frío sol. Por todo un ritual de tranquilidad y de espera, querríamos controlar el milagro que acaba a la vez de producirse y de escaparse. Leemos con satisfacción en el frente del vaso el nombre preciso de la cerveza que habíamos pedido. Pero continente y contenido pueden interrogarse, responderse sin parar, nada se multiplicará más. Nos gustaría guardar el secreto del oro puro, y encerrarlo en fórmulas. Pero delante de su pequeña mesa blanca salpicada de sol, el alquimista frustrado no guarda las apariencias, y bebe cada vez más cerveza con cada vez menos gusto. Es una felicidad amarga: bebemos para olvidar el primer trago.



jueves, 30 de junio de 2011

Enterarse de una noticia en el coche - Philippe Delerm

"France Inter, son las cinco de la tarde, hora de las informaciones, presentadas por..." Una breve sintonía y : "Acaba de llegar la noticia a los teletipos: ha muerto Jacques Brel".
En ese lugar, la autopista desciende rápidamente por un valle carente de especial encanto, en una zona situada entre la salida de Évreux y la de Mantes. Hemos pasado por allí mil veces, sin más cuidado que adelantar a un camión o empezar a preocuparnos por el dinero del peaje. De súbito el paisaje queda recortado, paralizada su imagen. Todo transcurre en una fracción de segundo. Sabemos que la foto está tomada. Esa subida de tres carriles totalmente anónima y gris que asciende hacia el valle del Sena cobra un carácter, una singularidad que no sospechábamos. Puede incluso que el canmión Antar rojo y blanco del carril de la derecha permanezca en la imagen. Es como si descubriésemos la realidad de un lugar que no nos apetecía conocer, que asociábamos tan sólo con cierto hastío con una leve fatiga, una taciturna abstracción del paisaje.
Teníamos de Jacques Brel montones de imágenes, recuerdos de adolescencia ligados a canciones, ese estallido físico de la ovación cuando cantaba Amsterdam en el Olympia en 1964. Pero todo eso desaparecerá. El tiempo pasará. Oiremos al principio muchas canciones de Brel, muchos homenajes. Luego irán espaciándose, hasta quedar en casi nada. Pero, cada vez, resurgirá el valle de la autopista en el momento de la noticia. Es absurdo o mágico, pero superior a nosotros. La vida genera su película, y el parabrisas puede convertirse en una pantalla, la radio en una cámara. Nos dan vueltas en la cabeza algunos fragmentos de esa película. Pero eso también lo hace el viaje, la falsa familiaridad de los paisajes borrados el uno por el otro que un día cristaliza. La muerte de Jacques Brel es una autopista de tres carriles, con un voluminoso camión Antar en la fila de la derecha.

viernes, 24 de junio de 2011

La cinta mecánica de la estación de metro Montparnasse - Philippe Delerm (1950)

¿Tiempo perdido? ¿Tiempo ganado? En cualquier caso, es un largo paréntesis esa acera que desfila, infinitamente rectilínea, silenciosa. Al comienzo, se produce casi una confesión: no puede imponerse un pasillo tan largo, un tránsito tan colosal. Los esclavos del estrés urbano tienen derecho a un respiro. Siempre, eso sí, que puedan permanecer en la corriente y convertir en aceleración objetiva ese nebuloso alivio que se les brinda en su itinerario del combatiente.

Es inmensa la cinta mecánica de la estación Montparnasse. Nos internamos en ella con la misma aprensión que nos inspiran las escaleras mecánicas de los grandes almacenes. Pero en este caso, no hay escalones desplegados cual mandíbulas de cocodrilo. Todo es pura horizontalidad. De pronto, nos asalta el mismo tipo de vértigo que cuando bajamos una escalera oscura y creemos que hay un último escalón cuando no lo hay. Una vez embarcados en esas aguas vivas, todo se tambalea. ¿Es el deslizarse de la cinta lo que nos obliga a adoptar cierta rigidez, o simplemente compensamos con una reacción de amor propio ese súbito abandonarse, ese dejarse llevar? Vemos, sí, delante de nosotros a algunos incondicionales de la precipitación que multiplican la velocidad de la cinta dando largas zancadas. Pero preferimos mantenernos ojo avizor, cogidos de la barandilla negra.

En sentido inverso se deslizan hacia nosotros siluetas hieráticas, y a uno y otro lado se intercambia la misma mirada falsamente ausente. Extraña manera de cruzarse, próximos e inaccesibles, en esa fuga acelerada disfrazada de indolencia. Destinos aprehendidos en un segundo, rostros casi abstractos, planeando sobre un fondo de espacio gris. Más allá, el pasillo reservado a los caminantes impenitentes, los que desdeñan las facilidades de la cinta mecánica. Andan rapidísimos, en su afán de demostrar las inanidades de la cinta mecánica. Los ignoramos: su deseo de infundir mala conciencia resulta un tanto zafio y ridículo. Hay que limitarse al hechizo acaparador de la cinta mecánica. Esa huidiza inmovilidad le convierte a uno en un personaje de Magritte, en un envoltorio de banalidad humana que se cruza con dobles evanescentes en una cinta infinitamente plana.

lunes, 23 de mayo de 2011

El primer trago de cerveza - Philippe Delerm

Lo importante no es lo que decimos, sino lo que oímos. Es increíble hasta qué punto la voz sola puede decirnos cosas de una persona querida -de su tristeza, su fatiga, su fragilidad, su vitalidad su alegría. Sin los gestos, desaparece el pudor, sobreviene la transparencia.