En Muzikalia: SCARLET RIVERA: EL VIOLÍN DEL HURACÁN
Un sinfín de historias y leyendas hablan sobre el
significado o el poder del cruce de caminos. El no-lugar, que decía Marc
Auge, donde los ciudadanos se convierten en meros elementos de
conjuntos que se forman y deshacen al azar. En las encrucijadas se
enterraba a los suicidas en la Edad Media, se llevaban a cabo ejecuciones y en
muchas culturas el cruce de caminos servía para invocar a los ancestros y
espíritus, realizar ofrendas, rituales mágicos, de purificación e incluso,
canjes a lo Robert Johnson con el mismísimo diablo.
Algo más prosaico pero no menos poético, es el cruce de
caminos que en ocasiones une a dos personas. O tres. O dieciocho. Y esos
encuentros también pueden resultar una ofrenda para nuestros sentidos, un punto
de encuentro entre lo terrenal y lo divino.
Un 5 de junio de 1975, una joven de 25 años llamada Donna
Shea caminaba con el estuche de su violín al hombro por la 13th Street
del Lower East Side, de Nueva York. La historia no habla de a dónde se dirigía
ni de dónde venía porque a veces todo ese envoltorio de detalles queda reducido
a la nada, sobre todo cuando una limusina de un color verde horrible se cruza
en tu camino. Esa joven nacida en Chicago en 1950, de orígenes irlandeses y
sicilianos, que soñaba con viajar a Europa del Este, amaneció un jueves
cualquiera sin poder imaginar jamás que acabaría subiendo a un coche
desconocido para ir a un local de ensayo en el que pasaría la tarde, escuchando
tocar y tocaría ante Muddy Waters, entre otros, grabaría ese verano
un álbum, Desire, y saldría embarcada prácticamente en una
gira que duraría seis meses. El nombre artístico de la violinista es Scarlet
Rivera y el del brujo con el que se cruzó y cambió su vida haciéndola
subir al coche, Bob Dylan.
Tres meses después, el escritor y dramaturgo Sam
Shepard, encontraba una pequeña nota de color verde sobre la mesa de su
cocina con un número de teléfono. Bob Dylan quería que le
acompañara en su gira para escribir el guion o cuaderno de bitácora de la
misma, con la idea de que todo desembocara en una película. Shepard tenía mil
planes en mente en su nuevo rancho. ¿Qué pensaba Dylan? ¿Que con un
chasquido de dedos iba a dejarlo todo? Sí, de nuevo, el brujo, el bardo de
Minnesota, abducía al escritor más cool del momento y lo unía
a esa troupe rocanrolera y circense que haría
historia recorriendo EEUU y Canadá en 57 recitales que venían a retumbar el
mundo, a imagen y semejanza de los indios Hopi, con su legendaria danza
de la serpiente y como mensajeros de este mundo lanzarían su plegaría al más
allá. La gira del trueno que retumba había cobrado vida.
Dylan y Shepard no se habían encontrado nunca antes, al
menos siendo conscientes de ello. En la misma época en la que el Wizard grababa
el épico disco The times are changing en los míticos Columbia
Studios de Nueva York (lugar que alumbró las grabaciones del Kind of
blue de Miles Davis, The Wall de Pink
Floyd o el New York New York de Frank Sinatra entre
otros muchos), tan sólo a unas calles de allí, en pleno corazón del Greenwich
Village, un joven Shepard trabajaba de busboy, lo que vendría
a ser ayudante de camarero en uno de los garitos más emblemáticos, el Village
Gate. La mayor parte de los feligreses que acudían a expiar sus pecados a golpe
de voz o mediante el exorcismo de los instrumentos musicales en el famoso
estudio de grabación, también conocido como The Church, ya que eso
fue, una iglesia desde 1875, en 1948 reconvertida -eriza por dentro imaginar la
acústica y la sensación que debía embriagar cada grabación- tocaban después en
vivo, al caer la noche, en el Village Gate. Ambos lugares gozaban
de mágicas propiedades acústicas, damos fe de ello.
Los tres, Rivera, Shepard y Dylan gastaron
sus suelas, sus manos, sus días y noches en busca de sus sueños, en el mismo
entramado de calles antes o después o al mismo tiempo. De hecho los tres
procedían de ciudades muy cercanas, Rivera y Shepard de Illinois, a orillas del
Lago Michigan, y el bardo Dylan de un poco más arriba, Duluth,
a orillas del Lago Superior. En esa rayuela del destino se fueron moviendo
siempre cerca.
La reunión urgente y salvaje de 18 músicos
quedó maravillosamente retratada de la mano de Shepard en un épico libro que
probablemente nada tenía que ver con la idea original de lo que debía ser. Algo
nos dice que Dylan quería hacer su propia película,
inspiradísima en Les enfants du paradis (1945), ya que verle
con esa máscara blanca y ese sombrero de ala ancha repleto de flores es ver al
gran mimo y actor Jean-Louis Barrault en la misma. Así, como dijo Oscar
Wilde «el hombre no es él mismo cuando habla en su propia persona.
Dale una máscara y te dirá la verdad», así hizo el hoodoo man, con
su banda improvisada y cambiante, sin apenas ensayos, conciertos en pequeños
aforos, sembrando el hechizo en ciudades ignoradas en las grandes giras, con
actuaciones de casi cuatro horas por sólo siete dólares y medio, más bien una
ruina en lo económico, pero para ser historia hay que hacer historia.
Allí, en ese cruce de caminos, fortuito o premeditado, con
un elenco de músicos inaudito e inspiradísimo, embriagados todos con el
violín que lloraba y reía, los temas sonaron con una energía hechizante, la
mirada de Dylan electrizaba y sometía, hay algo hipnótico en cada grabación que
nos ha llegado. Para la historia, las cuerdas de Scarlet en el
«Yo acuso» musical más efectivo y emotivo que se recuerde, el «Hurricane», nos
sigue maravillando, sonó con una fuerza distinta lo envolvió todo de un fuego
místico porque allí estaba «la misteriosa dama oscura del violín, con sus
sortilegios, su espada y su serpiente», tal y como la describió Shepard.
Y como suele pasar en el no-lugar, los elementos de conjuntos que se forman y
deshacen al azar, el de Minnesota no volvió a contar con Scarlet, según
dicen eso suele pasar con los genios. O con los trucos de magia en los circos.
O en los cruces de caminos.
Pero el violín del Huracán nos sigue y seguirá hechizando.