En
lo ilegible del dolor sé que queda algo por decir
cuando
se palpa, pasado el tiempo, el doble fondo de nuestra memoria,
cuando
saldamos las cuentas pendientes que trae el desasosiego,
que
te llena por dentro de puertas abiertas,
corrientes
de aire y grifos goteando miseria.
Siempre
queda algo cuando viajeros en nuestros cuartos,
nos
coronamos por fin solitarios
y
un coche veloz cruza de nuevo nuestro esternón,
llámese
ansia.
Porque
somos animales ansiosos con su cofradía de apasionados
y
no domesticados intentos de acaparar, crear
y
diagnosticar en la piel las caricias venideras.
Capaces
de inventar belleza sobre un sofá,
con
el televisor en mute
y
el verano en la ventana
y
el verano entre las piernas.
Deteniendo
respiraciones en el pecho
como
trenes nocturnos que arden en estaciones calladas.
Porque
tras cada guerra viene la historia de las cicatrices.
Porque
nos abandonamos y nos rondamos,
bruscos
y arrancados de alguna tierra antigua que se llama pasado
y
nos sacudimos horarios, semáforos
y
demás cráteres que inundan los días
y
que se van sumando a la grupa del vacío y su peso.
Nos
los sacudimos en mitad del enjambre
y
miramos a otro lado, dulces, salvajes
y
rebosantes de inexplicable distancia.
Porque
en mitad del daño, existe el grito que se escribe.
Siempre
queda tiempo y pulso para hablar del amor y sus réplicas.
De
los movimientos sísmicos de la carne que nos provocan otros cuerpos.
De
los acumulados amaneceres con los que distorsionar cualquier color es posible.
Y
vivir y dolerse mientras huimos de los acentos agotados que vomitan esos dioses
indignos alimentados de ibuprofeno,
tan
vacíos como sedados.
Dioses
que no nos salvan nunca y sólo nos quieren plagiando sus propios fracasos.
Celebrarnos
en el percance de hallarnos sin ternura, será la bendición.
Probarse
la vida con todos sus cantos. Ser nuestros propios accidentes.
¿Qué
queda por decir tras el dolor? Nada, es decir, todo.