Nos hacemos selfies perjudicadas en baños de antro a altas horas de la madrugada inmortalizando nuestras horas bajas y no tenemos la coartada de la edad. Nos enamoramos a media primera vista y no tenemos el perdón de la ceguera. Hurgamos la emoción a lo Stanislavski, arañando la entraña, creyéndonos únicos y complejos, para acabar abrazados al alka-seltzer, la ojera y el melodrama.
Nos lanzamos a abismos con arneses imaginarios desoyendo consejos porque creemos estar de vuelta y poseer este asfalto viendo como los cielos son algo que no se toca y así creemos entender la gravedad. Nos tatuamos para ser diferentes y acabamos siendo clones bañados en tintas mediocres.
Nos exhibimos en nuestros poemas derramando todos los fluidos habidos y por haber y ya ni sabemos si gozamos o lloramos. Jugando a ser bukowskis o pizarniks mientras se retuercen por ello en su más allá. Nos decoramos las heridas, nos lamemos las culpas unos a otros como gatos esterilizados que no supieran querer a nadie.
Seres tecnológicos y decadentes al mismo tiempo. Crecimos con Blade Runner y leímos a Baudelaire. Hicimos interrail y nos enamoramos en Chequia. Sudamos en alguna rave y ahora renegamos de ello.
Le buscamos atajos al verbo para acabar no diciendo nada y terminamos en el naufragio de la estrofa recién nacidos a la intemperie. Somos felices los dos minutos que suceden al poema y el resto es buscar algo que nos salve de la certeza de ser una versión empeorada de uno mismo al releerlo.
Erramos como novatos en la emboscada del amor y después miramos hacia otro lado colocándonos la ropa, el barro y el decoro tras la caída. Nos reseteamos fríos y masticamos sobre el teclado la huida. En slow motion nos observamos, y olvidamos que no todo resiste, que somos maleables, permeables y fallidos y dejamos que nos penetre cualquier cosa excepto la cordura.
Y después de tanto, sin edad, sin coartada, sin remedio, con resaca, deterioro y algo de pena, pienso: he tenido frío, he sentido vacío, algo se me escapa, y constato: no sé reanudarme.
Ojalá entendiera que los mejores poemas se escriben con aliento y carne.
Selfish es un poema que escribo del tirón -como casi siempre irremediablemente- una noche de verano del 2015 al volver de un maravilloso y mítico antro isleño, el Pikes. Una noche en la que de un modo etílico y lírico no puedo dejar de radiografiar lo que me envuelve y perturba. Una noche en la que me siento anacrónica y lúcida, viva y errónea. Y sí, me retrato perjudicada en el baño. Selfish es un travelling veloz que me recorre de un modo íntimo y sincero. Lo que yo no sabía es que esa noche acabaría en manos de José Ramón da Cruz - Pablo Cerezal mediante- y menos aún que lo haría con todos los matices y escalofríos de los que lo ha dotado. Lo que yo no sabía es que un poema que juega con la palabra egoísmo acabaría en un tsunami de abrazos y comentarios hermosos que me habéis regalado. Ni sabía que lo seleccionarían en el Maldito Festival de Videopoesía. Ni que sería una de las espitas que usaríamos para salvar el fuego y emprender un parkour íntimo con los ojos vendados, apnea personal, cata de la hondura propia, caricia del poso, luz que viene a devorar. Y el hecho de no saber tantas cosas que están llegando me hace sentir curiosa, hambrienta y osada. Y en un acto de santería salvaje fantaseo con sentiros a todos curiosos, hambrientos y osados. Porque como dijo Blanca Varela: acepto el duelo y la fiesta.
Acepto la luz y la sombra, lo que he sido y soy y lo que queda por descubrir.