No despreciemos nuestras mareas
y abandonémonos
desorientados y obscenos
hacia el cauce de unos labios antiguos
que otorgan vida y tregua.
Porque se trata de brumas
que envuelven cuerpos tibios,
que se aman y se intentan,
como velas derramadas que nos recuerdan a mares que ardieron.
Se buscan, se destruyen
y se ahuyentan como animales en la carretera.
(Y después llamarle invierno a esos lugares de la memoria donde me faltas
cuando cala el rocío las mejillas delatando la humedad que provoca la
distancia).
Transpiremos amor y penas sumisas que de obedientes debieran
morir ahora.
Y hallémonos aquí,
en el presagio de las bocas que vomitan palabras cual
despojos
y urgencias que muerden y nos vuelven a todos perdedores.
Aquí, extraviados, en la presencia de nuestras ausencias,
con el tacto sagrado e hiriente de las horas
que más que lentas, son muertes que nos rondan con paciencia y malas artes
a la espera de que nos rindamos,
a la espera del crujido de nuestras ilusiones.
Hallémonos y quebrémonos.