que habitan barrancos y poesía
Me sirvo en terrones
Thomas Bernhard odiaba directamente su país. No a la manera
de los folclóricos del rencor (digamos, por ejemplo, nacionalistas y demás
adeptos a ideologías meñiques), sino con una condensación de lucidez sin
reglamentos. Levantó una literatura furibunda, extrema y convulsa que
zarandeaba a los gregarios, a los conformes a tiempo completo, a los mediocres.
Y en esa espeleología por el desafecto afrontaba asuntos principales: la
incomunicación, la soledad y la obsesión intelectual como billete de ida hacia
la locura.
En el largo viaje de su literatura, de su condición de
ciudadano atento, no esquivaba ninguna querella. No se escondía. Y tenía el
sarcasmo como hisopo de la escritura. Bernhard es algo así como una
conciencia que se inmola y se remonta a sí mismo cada vez que arde en
todas direcciones. Bernhard hizo libros para negar una vida que no le gustaba,
realzando más la vida. Preñó sus libros de observaciones fieras, como un
insumiso que no abraza sin consecuencias el soborno de vivir. Y en esa
expedición sin compañeros de viaje no se agota nunca.
"De niño odié los libros, había muchos, mi abuelo
escribía... Empecé a leer muy tarde"
Escribió novela, teatro, ensayo, poesía. Recibió una
veintena de reconocimientos literarios. Rechazó otros tantos. Escribió
sobre ello en 'Los premio's, un libro póstumo que preparó al detalle para que
fuese publicado cuando él mismo fuese ya ceniza. Nació en Austria en 1931 y
falleció en Austria en 1989. Su muerte fue anunciada después del funeral. Está
enterrado en Viena. Su obra está lejos de la cháchara mareante de la sociedad
que combatió. Tuvo una de las misantropías más productivas de la literatura
europea de la segunda mitad del siglo XX. Y lo explicaba así: "Cuando se
está solo mucho tiempo, cuando se ha acostumbrado uno a estar solo, cuando se
ha adiestrado uno para estar solo, se descubren cada vez más cosas por todas
partes allí donde para los demás no hay nada". Esta percepción podría ser
su poética, su norma de conducta.
Bernhard escribió sin tregua. Novelas como 'Helada' (1964),
'Trastorno' (1967), 'Corrección' (1975) y 'El malogrado' (1983) (donde
reflexiona sobre el infierno del talento extremo y, lo que es peor, la
infelicidad de no poseerlo) dan cuenta de su contundente galaxia literaria,
donde el dolor y la extrañeza lo ocupan todo. La autobiografía también fue riel
de su escritura, con la pentalogía formada por 'El origen', 'El sótano', 'El
aliento', 'El frío' y 'Un niño', volúmenes en los que analiza descarnadamente
el presente que habita. En poesía destaca 'Bajo el hierro de la luna' o
'Los locos'. Los reclusos. Y en teatro, El reformador del mundo, 'El
presidente' y 'Los famosos', entre otras piezas. Todo en Bernhard es intenso.
Todo en él es feroz.
Y así queda también apuntalado en los textos del Bernhard
público (buena parte inédito en español) y que ahora recoge Alianza Editorial
en el volumen 'En busca de la verdad. Discursos, cartas de lector, entrevistas
y artículos', a la venta el próximo 16 de octubre. Es una miscelánea que
recorre de 1954 a 1989 y que abre el campo de tiro con un texto sobre Rimbaud
escrito a los 23 años que bien podría ser una declaración de guerra poética:
"Las obras de los que siempre echan las campanas al vuelo y que resuenan
hasta en las cervecerías llenas de borrachos, las de los poetas de revista y
los fabricantes de artículos literarios de exportación, que a veces les
reportan el Premio Nobel, son en su mayoría sólo tonterías engalanadas y
productos de moda. Lo que importa en literatura es lo original, precisamente lo
elemental, gente como Jean-Arthur Rimbaud".
Y a partir de aquí, 'En busca de la verdad' (traducido por
Miguel Sáenz, excelente 'bernhardiano') va hilvanando textos que son la
consecuencia de un hombre que no acepta las costumbres de su tiempo.
Pero no sólo eso, sino de alguien que viene a contar su desacuerdo en voz alta,
desenmascarando hipocresías, ansioso de reyertas, más con rigor que rencor.
"Al principio me interesaron Péguy, Bernanos,
Michaux... eran gente magnífica"
Bernhard es producto de sí mismo y de una infancia en que la
vida no le fue ni buena, ni noble, ni sagrada por un cóctel de carencias
afectivas (no conoció a sus padres), 'extremaunciones' económicas (creció
en la pobreza criado por sus abuelos) y debilidades de salud (siempre estuvo al
borde del naufragio). Pero remontó su fragilidad desde una poderosa escritura
que está entre las más proteicas de la Europa contemporánea. "La vigencia
de la palabra de Bernhard sigue siendo, en mi opinión, absoluta", sostiene
Sáenz.
Nada de lo humano le era ajeno. En 'Unas palabras para
jóvenes escritores', publicado en este volumen y una de sus piezas más intensas
y descarnadas, chuta e impacta con una alforja de sugerencias que, de algún
modo, son la hoja de ruta de sí mismo: "No os veo donde está la vida
violenta y valiente, sino como pulcros custodios de archivos, funcionarios
amargados, como lacayos de bien retribuidos consejeros del organismo de
protección de la Naturaleza o de algún departamento de cultura provincial o
municipal. Estáis metidos en el café, sin lágrimas ni humor, odiándoos a
vosotros mismos y odiando vuestro entorno, muy lejos de la vida... Habéis
vendido vuestro carácter y sentís un miedo desenfrenado de la
necesidad, miedo de vuestros pensamientos, miedo de vuestra malignidad...
Vuestras reverencias son indescriptibles; os inclináis ante cualquier
desharrapado con influencia... ¡El pueblo de los exaltados se ha convertido en
un pueblo de agentes de comercio!".
Hay en Bernhard una cierta agonía que es a la vez
revitalizadora. Es un objetor infatigable. La suya es una enmienda literaria a
la totalidad. El alma con filo que no acepta destellos de esperanza, sino que
pide más luz, más luz, en un afán de arrancar máscaras y deshacer convenciones.
En él la literatura es un microscopio con el que denunciar y
un telescopio con el que llegar más lejos en la investigación de sus
observaciones. En su obra planea la desesperación con una cierta representación
teatral de los rechazos, pero en cada una de sus líneas hay una conmoción planeando.
Está en la órbita de Kafka, de Musil, de Canetti, de Hrabal
y, antes, de Montaigne o Étienne de la Boétie. Aquellos que no derogan la
verdad con palabras de apaño. "Cobardía, vanidad y curiosidad son en el
fondo los tres impulsos esenciales a los que la vida debe su continuación,
aunque todos los motivos imaginables hablen en contra de ella... Todos
los hombres son monstruos en cuanto se quitan la coraza", dice en
respuesta a una entrevista de Jean-Louis de Ramboures recogida en este volumen.
"En persona soy muy distinto al de mis obras; sí y no,
eso es quizá lo interesante"
Las relaciones humanas, el Estado, la Iglesia, los editores,
la literatura, la filosofía, la música, el mar, las ciudades... Estos asuntos
que también forman parte de la mercancía literaria que da cuerpo y sustancia al
escritor Thomas Bernhard. "Cuando decidió ir en dirección contraria, como
cuenta en su libro 'El sótano', tomó la decisión más acertada de su vida. Nunca
lo lamentó él, ni sus lectores", sostiene Miguel Sáenz. Tampoco sus
enemigos, que fueron un patrimonio caudaloso en su vida.A veces, casi un motivo
para seguir en pie. "Yo y mi obra tenemos tantos enemigos como habitantes
tiene Austria, incluidos la Iglesia, el Gobierno y el Parlamento, salvo algunas
excepciones. De esas excepciones me alimento y existo", dijo el autor de
Trastorno en 1982.
La coherencia está entre sus avales mejores. De hecho, 'En
busca de la verdad', que recoge 35 años de oficio en las letras desde frentes
más domésticos que los de sus libros de creación, presenta a un Bernhard que de
principio a fin muestra la misma raíz resistente, brutal y poética, aunque la
complejidad de su pensamiento sí fue manifestando cambios que van incrementando
su necesidad de escribir, incluso sin haber alcanzado nunca nada parecido a la
esperanza.
"Nunca se sabe quién se es. Son los demás lo que le
dicen a uno qué y quién es"
Da la derrota por segura en todo momento, pero no se deja
arrastrar por la pereza. Y menos aún, por la pereza del terror. Para el
escritor austriaco la literatura no es una superchería, tampoco un bálsamo,
sino que está más cerca de la cirugía sin anestesia para poder entrarle adentro
de la piel a todos esos que desde el poder (desde cualquiera de los peldaños
del poder) condenan a la mayoría a conformarse con su insignificancia.
Tan sólo la música le salvó.Aquella que estudió de niño en Salzburgo y que le
puso delante a Mozart como cobijo contra la tormenta, como una de las escasas
realidades de la que no arrepentirse.
Quizá el escritor que hoy más emparente con la estética
sulfurosa de Thomas Bernhard sea el francés Michelle Houellebecq. En ambos hay
una sospecha grabada a fuego: cuando hay consenso en que «todo está bien» en
verdad hay que entender que "todo va mal". De la lectura del autor
austriaco que ofrecen estos textos dispersos, sueltos, rescatados y
empacados no es fácil sacar demasiadas conclusiones. Son más las
preguntas que plantea, el justo valor de la reflexión sobre un tiempo cuya
esencia torcida es portátil y sirve también para auscultar mejor algunos
aspectos siniestros de estos días de ahora, pues en su esencia el hombre no ha
cambiado desde el hombre.
Bernhard es, de algún modo, una asignatura siempre pendiente
por la profundidad de su sarcasmo, por la devastación de su desnudez, por la
aceleración de su antiidealismo. Cada lectura, con el tiempo, lo renueva. Él lo
decía así: "Estamos en el territorio más horrible de la Historia entera.
Estamos asustados, y concretamente asustados como material monstruoso del nuevo
ser humano... Todos juntos no hemos sido en esta segunda mitad de siglo más que
un solo dolor; ese dolor es hoy lo que somos; ese dolor es ahora
nuestro estado espiritual". La claridad, en la prosa de Bernhard, da frío
según aumenta. Es el sex appeal y el desamparo de los lobo sin manada.