como una carretera secundaria, con sus cunetas misteriosas, sus zonas boscosas hechas para la pérdida, sus curvas cerradas serpenteando libremente, sus cambios de rasante impidiendo ver lo que acecha, algo así se alberga en el poema. en ocasiones al acabar de leerlo queda un silencio que duele y una luz devoradora, una luz blanca y acusadora, como si se tratara de un quirófano clandestino y alguien operara nuestras vidas a través de él. rajando y cosiendo versos, sedando con vocablos, drenando emociones.
a veces cae el sol en el poema y nos teñimos de rojizos, sangre que precede a la noche negra a pesar de la luna que se ahorca de ella como un foco que quiso calmarnos inútilmente, cuando todo ya fue caer por una escalera eterna. pueden ser un baile de zíngara, pueden arreglar un domingo. pueden estar arrugados en el bolsillo de un estudiante chileno en un París que nunca fue lo esperado. pueden hipnotizar la carne, dar lluvia a las miradas, erizar columnas vertebrales, latigar el sexo, desprender aromas, descubrir el braille de nuestras pieles cuando nos creímos ojos abiertos.
yo le pido al poema que no me deje ser la misma al acabar de leerlo. que me lo robe todo. que sea la estación más peligrosa. que me muerda los tobillos, que me sacuda la boca o me viole el alma. que si debe ser hermoso, me duela escandalosamente. que parta horizontes o esternones, pero que se instale en mi pecho hasta el bramido. que me desordene el cuarto y empañe los cristales. que me apriete en la cintura o me venga dos números pequeño. que no acierte en la temperatura y me empape en sudor, que me deje en cueros cuando llega la tormenta.
le pido que me llegue con hambre y me devore.