malditos sean los curiosos y que los malditos sean curiosos:
la esencia de la poesía es una mezcla de insensatez y látigo...
....el gran Hank

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jueves, 31 de mayo de 2012

Prosas apátridas - Julio Ramón Ribeyro






Mi error ha consistido en haber querido observar la entraña de las cosas, olvidando el precepto de Joubert: "Cuídate de husmear bajo los cimientos." Como el niño con el juguete que rompe, no descubro bajo la forma admirable más que el vil mecanismo. Y al mismo tiempo que descompongo el objeto destruyo la ilusión.


107

Marcado al rojo vivo por un mal zodiacal, agobiado por cuentas vencidas e invencibles, privado de toda gracia creadora, sintiendo que de hora en hora caen sobre mí las paletadas de mi propio sepelio, enclaustrado por ello mismo en casa en esta tarde benemérita, me deleito sin embargo en mi encierro y tomo de aquí y de allá el zumo de las cosas, la frase de un libro, la línea de un grabado, la cadencia de una melodía, el aroma de una copa, la silueta de una idea que asoma, refulge y desaparece, diciéndome que no hay nada más duradero que el instante perfecto.


108

El gran mural fotográfico que adorna la sala del café Les Finances. Representaba en su buenas épocas un bosque en pleno verdor. Con los años el color se ha amarillado. La primavera de las fotografías también tiene su otoño.


147

Hay mañanas en que me levanto, miro por la ventana, veo la cara del día y me niego terminantemente a recibirlo. Hay algo en él de turbio, de solapado, de mezquino, de hipócrita que me impide darle cabida. Son días acreedores, los que llegan para llevarse algo y no para dejarnos algo. Les tiro entonces las puertas en las narices, como a cualquier vendedor de pacotilla o como a esos viejos conocidos que nos caen de improviso para que les firmemos un manifiesto o para reavivar una amistad ya extinguida. Días sellados, muertos, transcurren fuera de nuestra vida y nos confinan a la cavilación y al silencio. Pero a ellos les debemos quizás lo mejor de nosotros.

sábado, 19 de mayo de 2012

Prosas apátridas - Julio Ramón Ribeyro

56

Un amigo me revela negligentemente, como si de nada se tratara, algo que ocurrió hace años, muchos años, y de pronto siento dentro de mí un derrumbe de galerías. Zonas íntegras de mi pasado se hunden, se anegan o se transfiguran. Esto me sirve para comprobar que no somos dueños de nada, ni siquiera de nuestro pasado. Todo lo que hemos vivido y que tendemos a considerar como una adquisición definitiva, inmutable, está constantemente amenazado por nuestro presente, por nuestro futuro. La maravillosa historia de amor, que guardábamos en un sarcófago de nuestra memoria y que visitábamos de cuando en cuando para buscar en ella un poco de orgullo, de ánimo, de calor o de consuelo, puede reducirse a polvo por la carta que hallamos en un libro viejo el día en que mudamos de lugar la biblioteca. Una puta nos revela una noche que el padre venerado, que permanecía hasta tarde en la oficina para ganar más y mantener con holgura a su familia, frecuentaba a esa misma hora los prostíbulos más abyectos de la ciudad. Por un azar descubrimos que el amigo adulto que admirábamos de niños, porque era con nosotros tan generoso y tan asiduo, era un pederasta que nos hacía astutamente la corte con el propósito de corrompernos. Pero no todo se deteriora en esta permanente erosión del pasado. También las épocas sombrías se iluminan. Así, la abuela que odiábamos y que llenó de rencor nuestra infancia por su severidad, su malhumor, sus caprichos, era en realidad una mujer buenísima, que sufría un mal incurable y que repartía prospectos de madrugada en las casas para poder con su salario comprarnos caramelos. En suma, nada hemos adquirido, ni paz, ni gloria, ni dolor, ni desdicha. Cada instante nos hace otros, no sólo porque añade a lo que somos, sino porque determinará lo que seremos. Sólo podremos saber lo que éramos cuando ya nada pueda afectarnos, cuando -como decía alguien- el cuadro quede colgado en la pared.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Prosas Apátridas - Julio Ramón Ribeyro



55

Ayer recordé súbitamente las noches de Miraflores y empecé a escribir una narración. Entonces y sólo entonces me di cuenta de que esas noches -dos o tres de la mañana- tenían una música particular. No eran silenciosas. En esa época, cuando vivíamos esas noches, decíamos incluso: "¡Qué tranquilidad! No se escucha nada." Pero era falso. Sólo ahora, al rememorar esas noches con el propósito de describirlas, puedo darme cuenta de los rumores que las poblaban. Resacas de los acantilados, quejidos del lejano tranvía nocturno, ladridos de perros en las huacas y una especie de zumbido, de estampido persistente y ahogado, como el de una trompeta que gime en el fondo de un sótano. Comprendí entonces que escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos.

sábado, 7 de enero de 2012

Prosas Apátridas - Julio Ramón Ribeyro




48

Mi mirada adquiere en privilegiados momentos una intolerable acuidad y mi inteligencia una penetración que me asusta. Todo se convierte para mí en signo, en presagio. Las cosas dejan de ser lo que parecen para convertirse probablemente en lo que son. El amigo con el que converso es un animal doméstico cuyas palabras apenas comprendo; la canción de Monteverdi que escucho, la suma de todas las melodías inventadas hasta ahora; el vaso que tengo en la mano, un objeto que me ofrece, atravesando los siglos, el hombre de la edad de piedra; el automóvil que atraviesa la plaza, el sueño de un guerrero sumerio; y hasta mi pobre gato, el mensajero del conocimiento, la tentación y la catástrofe. Cada cosa pierde su candor para transformarse en lo que esconde, germina o significa. En estos momentos, insoportables, lo único que se desea es cerrar los ojos, taparse los oídos, abolir el pensamiento y hundirse en un sueño sin riberas.


62

El azar de mis trabajos y andanzas me lleva al barrio de Saint-Cloud, cerca de la casa donde vivió una amiga hace dieciséis años. Retrocedo, indago, busco el lugar que habitaba. Llego al Sena y recorro un trecho del muelle. Búsqueda vana. El antiguo puente ha sido reemplazado por uno más moderno y para ello ha sido necesario derribar su casa que daba al río. Allí, justo donde estaba su cama, su cuarto con terraza sobre el río, se yergue el pilar del puente, a pico sobre una mole de cemento. Nada ha quedado. Y yo que quería tan poco mirar apenas la ventana por donde juntos, al atardecer, veíamos pasar las barcazas. Ella, a miles de kilómetros de aquí, no piensa en esto y yo, de no haber venido al viejo barrio, tampoco pensaría. Pero el lugar, ¿por qué también él debía caer no sólo en el olvido, sino en la destrucción? ¿Qué testimonio, qué huella? También mueren los lugares donde fuimos felices.


97

Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.

jueves, 15 de septiembre de 2011

113
Hay tardes de primavera en París, como esta de hoy, soleada, dorada, que no se viven, sino que se desgajan y manducan como una mandarina. Y para ello nada mejor que una taza de café, una bebida tonificante, una vacancia de la atención, un dejar que nuestra mirada en reposo reciba y archive imágenes del mundo, sin preocuparse de encontrar en ellas orden ni sentido ni prioridad. Ser solamente el cristal a través del cual nos penetra intacta la vida.

115
Mi gato negro y yo, en esta noche lluviosa de verano. La pieza silenciosa. Uno que otro carro se desliza por la calzada húmeda. El barrio duerme, pero mi gato y yo velamos, nos resistimos a dar por concluida la jornada, sin haber hecho nada, al menos yo, que la justifique, que la dote de significación y la diferencie de otras, igualmente parsimoniosas y vacías. Quizás por eso escribo páginas como ésta, para dejar señales, pequeñas trazas de días que no merecerían figurar en la memoria de nadie. En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros descifrarán como el dibujo en la alfombra.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Dentro de nosotros hay como una oficina meteorológica que emite cada mañana su parte sentimental: estaremos contentos, sufriremos, cólera al mediodía, etc. Y hacia esa predicción avanzamos temerosos o confiados. Oficina falaz, tan volandera como la que profetiza el clima: la tarde de la que esperábamos tanto júbilo se cubre de pronto de una insoportable tristeza. Pero también cómo alumbra esa noche auguralmente lúgubre la sonrisa de la desconocida.