Pequeños refugios, con sus sábanas como velas, sus luces
turbias como un petromar en la popa del encuentro, armarios vacíos que no se
llenarían, ventanas por la que arrojar el frío y la ropa, puertas numeradas,
llegar, llegarte, llegarnos y drenar el contenido del matraz de la memoria,
desmembrar el dolor y secar el llanto crecido en los pechos.
Y allí tu Boudica, como una zarza dispuesta a arder, con su
batiscafo de piel tendida en la caída. Bajo la almohada el brillo de la
desesperación, cuchillo que afilará la distancia. Poner el corazón en el fuego
por ti todas las veces. Ser cepo loco para tu carnada, cuando los límites son
sólo líneas rotas que alguien pretendió dibujarnos ignorando que la tormenta es
alimento de nuestra batalla. Nuestro privado ultramarinos de gestas y duelos de
jadeos-rugidos y risas tiernas. Llorarnos con el cuerpo, enredados como
hiedras.
Nuestro amor es un animal. Y a él llegamos para hacer
pedazos de la escarcha, triturar el vidrio y untar de calor el túnel más largo.
Aprender nuestras cordilleras y batirnos en la mirada mientras te hundes en mi
línea de flotación más allá de la alborada.
Lamer desbaratada toda la guarida y cruzar abierta la barda
del insomnio que se inclina en abismos rojos. Gastado el paladar, gastado el
lenguaje, amarrada a tu proa, masturbando el fracaso de no hundirnos juntos
para siempre.
Fuera llegará el poema como un volantazo en mitad del
paisaje. Intentando condensar humo y caricias, sin lograrlo, sin siquiera
acercarse. Porque el poema siempre se queda lejos, porque el cuerpo es un
terreno insobornable.
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